martes, septiembre 23, 2008

Las ciudades españolas (Julio Camba)

El otro día le enseñaba yo a una señorita alemana unas colecciones de postales. Las había de Londres, de París, de Bruselas y de todo el mundo.
- A ver si adivina usted, señorita, de dónde es esta postal.
Si era una vista de Londres, ella acertaba en el acto. Los impermeables y los paraguas no le dejaban lugar a dudas. Con las vistas de otras ciudades, en cambio, se equivocaba casi siempre.
- ¿Y ésta, señorita? ¿Sabe usted de dónde es esta vista?
- ¡Oh! Ésta es de una ciudad española: estoy completamente segura.
Le enseñé otras postales.
- No. Éstas no sé de dónde son…. Pero ésta es otra ciudad española. Y ésta. Y ésta… Pero la verdad es que yo no reconozco las ciudades españolas. Reconozco los tipos. En todas las vistas fotográficas de las ciudades de España hay siempre un hombre arrimado a un farol. Mire usted esta postal. Aquí no hay nada más que un hombre. Pues este único hombre está recostado en un farol. En cambio, examine usted todas las otras postales que usted tiene: las de París, las de Londres, las de Viena, las de Bruselas, las de Nueva York, hasta las de Turquía. Ni un solo hombre arrimado a un farol. Los españoles son unos hombres que se arriman a los faroles. Es más. Los españoles se diferencian de todos los demás hombres del mundo por esa costumbre que tienen de arrimarse a los faroles…
Tuve que rendirme a la evidencia. Era verdad. Examine usted, el álbum de postales de su hermana o de su novia, y se convencerá, como yo me he convencido, de que, en todo el mundo, los españoles son los únicos hombres que se recuestan en los faroles. Esta es la característica fundamental de la raza. Gracias a ella, una señorita alemana puede distinguir, entre cien postales de todas partes, una postal española. Una de las consecuencias que se derivan de este hecho es la siguiente: los españoles no nos incorporaremos por completo a Europa mientras no nos desarrimemos de los faroles y echemos a andar. Otra: para transformar a España hay que echar abajo todos los faroles españoles.

Las ciudades españolas
Julio Camba

La Habana para un infante difunto [Emilia] (Guillermo Cabrera Infante)

Emilia era una muchacha complicada, no con las complicaciones de Ester debidas a su cojera, más bien era una complejidad nutrida por la neurosis de su madre complicada por la tuberculosis, mal neurótico. Era demasiado complicado para mis doce años, aunque yo estuviera acostumbrado a las conversaciones adultas por la educación que me habla dado mi madre […], por las asociaciones políticas de mi padre, por los argumentos de mi tío Pepe, por las conversaciones oídas a las amigas de mi madre, reunidas en torno a ella mientras bordaba en su eterna máquina Singer. Pero era verdaderamente complicado. No supe decirle a Emilia que ella me gustaba mucho (en realidad no me gustaba: había algo de monja en ella, tan devota a su madre, tan seria) y no pude hacer nada. Emilia debió de adivinarlo porque me dijo: «Pera», que es la forma habanera de decir espera, y salió rápida de la cocina y, antes de que me pudiera dar cuenta de que me abandonó, habla regresado. […] Vino a mí silente. Sin decir nada me cogió por el brazo y me llevó hasta la zona libre de la pared, donde terminaba el fogón (que era en realidad una barbacoa de cemento para poner los reverberos o los anafes encima, centro de la cocina ómnibus: curioso: la pobreza pueblerina era más bien individual o familiar, mientras que la pobreza urbana me había hecho conocer primero en Zulueta 408 los baños colectivos y los inodoros colectivos, y ahora en Monte 822, la cocina colectiva.[…] En aquel rincón se me encimó, arrinconándome contra la pared, pegando sus labios sobre los míos en el primer beso adulto que me daban en mi vida. No abrí la boca (no sabía cómo), tampoco la abrió ella, pero no era un beso adolescente: más que una muchacha Emilia era una mujer. Pero en vez de sentir alborozo lo que sentí fue confusión.

La Habana para un infante difunto
Guillermo Cabrera Infante