lunes, junio 23, 2008

El canto del gallo (Santiago Auserón)

El jaleo de los días de feria
ya se oía a un kilómetro del pueblo
y un extraño acento en el hablar
de los que halló por el camino.

Un coro de muchachas y una vieja
levantándose las faldas al bailar
y un jovencito de broma peligrosa
haciendo gala del orgullo local.

De los que dan dinero por la noche
para que nunca termine su canción
para que sude el músico ambulante
su condición de vagabundo.

Es ya la hora del aperitivo
y todavía no funciona el tiovivo
el músico buscó la acera en sombra
y la ventana donde olía a flor.

Tenga esta rosa blanca, señorita
a cambio de su negro pensamiento
¿por qué motivo temblaron sus labios?
¿vio en sus ojos el fondo de un volcán?.

Y mientras tanto corría la sangre
en la plaza, como un vino común
y las plumas de los gallos
por el aire volaban aún.

Quítese usted de en medio, forastero
que ya no quedan señoritas en el bar
ya cantó como el gallo de pasión
pero esta es mi canción
y el baile va a empezar.

El músico ambulante se agarró del vaso
y sintió que flotaba en la luz artificial
apuró el trago de madrugada
un borracho imitaba el canto del gallo.

Se deslizó por una callejuela
antes de que empezase a clarear
y al pasar por la ventana enrejada
suavecito empezó a silbar.

Pero nadie conocía la tonada
que era inventada para la ocasión
y se fue por el camino a contemplar
los desvelos de las últimas sombras.

Y caminando iba pensando que ganar
siempre es tentar a la otra cara de la suerte
y que por eso te hacen daño los huesos
cuando golpeas fuerte.

Y así se fue chasqueando los dientes
en memoria de algún actor
cuyo nombre se ha perdido
y que hacía de bandido

y sintió la alegría del olvido
y al andar descubrió la maravilla
del sonido de sus propios pasos
en la gravilla.

El canto del gallo
Santiago Auserón

La colmena (Camilo José Cela) [Los bancos de la calle]

Los bancos callejeros son corno una antología de todos los sinsabores y de casi todas las dichas: el viejo que descansa su asma, el cura que lee su breviario, el mendigo que se despioja, el albañil que almuerza mano a mano con su mujer, el tísico que se fatiga, el loco de enormes ojos soñadores, el músico callejero que apoya su cornetín sobre las rodillas, cada uno con su pequeñito o su grande afán, van dejando sobre las tablas del banco ese aroma cansado de las carnes que no llegan a entender del todo el misterio de la circulación de la sangre. Y la muchacha que reposa las consecuencias de aquel hondo quejido, y la señora que lee un largo novelón de amor, y la pequeña mecanógrafa que devora su bocadillo de butifarra y pan de tercera, y la cancerosa que aguanta su dolor, y la tonta de la boca entreabierta y dulce babita colgando, y la vendedora de baratijas que apoya la bandeja sobre el regazo, y la niña que lo que más le gusta es ver cómo mean los hombres...

La colmena
Camilo José Cela

Las vocaciones (Charles Baudelaire) [Músico Callejero]

Ya sabéis que yo en casa no suelo divertirme; al teatro nunca me llevan; mi tutor es avaro en demasía; Dios no se ocupa de mí ni de mi aburrimiento, y no tengo criada guapa que me duerma. Muchas veces he creído que encontraría gusto en andar siempre adelante, en línea recta, sin saber adónde, sin que a nadie le cause inquietud, y en ver siempre nuevos países. Nunca estoy bien en ninguna parte, y siempre creo que estaría mejor en otra parte que no allí donde estoy. Pues, bueno; en la última feria del pueblo vecino, vi tres hombres que viven como yo querría vivir. Vosotros no reparasteis en ellos. Eran altos, casi negros y muy altivos, aunque harapientos, con trazas de no necesitar de nadie. Sus ojazos sombríos se volvieron todo brillantez mientras tocaban música, una música tan sorprendente que da gana ya de bailar, ya de llorar o de las dos cosas al mismo tiempo; se volvería uno como loco si lo escuchara mucho rato. Uno, arrastrando el arco sobre el violín, parecía cantar una pena, y otro, haciendo saltar el martillito sobre las cuerdas de un piano corto colgado a su cuello de una correa, parecía burlarse del lamento de su vecino, en tanto que el tercero juntaba de vez en cuando los platillos con violencia extraordinaria. Tan contentos estaban de sí mismos, que siguieron tocando su música de salvajes aun después que se hubo dispersado la muchedumbre. Recogieron, por último, sus cuartos, se echaron los bártulos a la espalda y se fueron. Yo, por saber dónde vivían, los seguí de lejos hasta el lindero del bosque; sólo allí llegué a comprender que no vivían en ninguna parte.

Las vocaciones
Charles Baudelaire

Hombrecitos (Louisa May Alcott) [Músico Callejero]

Querida Jo: He aquí un caso de conciencia para ti. Este pobre niño se encuentra huérfano, enfermo y sin familia. Ha sido músico callejero; lo encontré en una cueva, llorando por su padre muerto y por su violín perdido. Creo que tiene corazón de artista y deseo que hagamos de él un hombrecito. Tú cuidarás de su fatigado cuerpo, Fritz cultivará su abandonada inteligencia, y, cuando llegue el momento, yo veré si se trata de un genio o de un artista mediocre, apto sólo para ganarse el pan. Ayúdame con tu maternal solicitud, a que hagamos la prueba.

Hombrecitos
Louisa May Alcott

El amante bilingüe (Juan Marsé) [Músico callejero II]

Dice que una mañana, después de levantarse de la cama, en Walden 7, se miraba en el espejo del cuarto de baño, y que el espejo lo atrapó. Eso dice él. Que no podía escapar de allí, del espejo, por más que intentara mover las piernas: como si las tuviera atornillás al piso, oiga. Y dice que estuvo allí mirándose dos horas y media, y que después se vistió con ropas viejas y se puso un par de zapatos destrozados, se compró un acordeón de segunda mano y fue a sentarse en las escaleras del metro, extendió ante él una hoja de periódico y se puso a tocar. Así fue como empezó. ¿Uzté lo entiende? Menda tampoco.

El amante bilingüe
Juan Marsé

Turistas del ideal (Ignacio Vidal-Folch) [Músico Callejero]

... Cuando yo, que me tomo la vida en serio y escribo como los ángeles, duerma bajo tierra y nadie lea mis libros, el músico atorrante, que es joven, seguirá zascandileando por el mundo, riendo, cantando y haciendo cabriolas sobre los escenarios. Quizá se acordará de mí cuando tenga que dar un concierto en Lisboa, al pasear por un parque donde me habrán levantado un monumento. Reconocerá mi rostro y mis lentes de piedra; verá, a los pies de mi efigie, a una vestal de undosa cabellera tendiéndome una corona de laurel, una corona de piedra. Grabadas en el pedestal, verá mi nombre y las fechas de mi nacimiento y de mi muerte. El musicante se recogerá un momento y luego solemnemente dirá: «Yo lo conocí. Era un pelmazo.» Y luego, algún día, también él desaparecerá como si hubiera sido un espejismo...

Turistas del ideal
Ignacio Vidal-Folch

El amante bilingüe (Juan Marsé) [Músico callejero]

Luciendo su cochambre singular y artificiosa —vestía harapos de pordiosero escrupulosamente limpios y escogidos: pantalón raído de franela gris, jersey deshilachado, americana zurcida, bufanda desgarrada y viejos zapatones sin cordones: un músico ambulante aparentemente desastrado y piojoso—, Marés estaba arrodillado sobre una hoja de periódico en la esquina de la plaza Sant Jaume con la calle Ferran, junto al escaparate de una perfumería repleto de frascos de colonia, dentífricos y pastillas de jabón. Ahora escudaba sus ojos tras unas gafas oscuras y regalaba los oídos de los viandantes con una esmerada versión de Suspiros de España trufada de acordes y florituras de dudoso gusto. Entre sus piernas brillaban seis monedas de cincuenta y cuatro de cien. Pasaron ante él cinco jóvenes melenudos portando estuches de violines y guitarras. De vez en cuando abandonaba la plaza un coche oficial en medio de un gran revuelo de municipales.
Iban a dar las dos de la tarde. De la Generalitat salían algunos funcionarios para ir a comer. Hoy no encuentro a mi público, se dijo Marés. Vio salir del ayuntamiento a una funcionaría impetuosa y parlanchína que parecía un hombre disfrazado de mujer de la limpieza. Marés se impacientó. De un momento a otro, Norma Valentí pasaría ante él camino del cercano restaurante L'Agout d'Avignon en compañía de Valls Verdú, después de recogerle en su despacho de la Conselleria. [...] De pronto vio a la pareja salir de la Generalitat y venir hacia él dispuesta a enfilar la calle Ferran. Y pensando una vez más en los gustos de ella, que siempre veneró la música del mestre, interrumpió el pasodoble y se arrancó con el Cant dels ocells, al tiempo que le daba la vuelta al cartón colgado en su pecho proclamándose nuevamente hijo natural de Pau Casals en busca de una oportunidad. Al pasar ante él, Norma Valentí hurgó en su bolso, sin detenerse. Llevaba una falda gris plisada, jersey negro y la gabardina blanca doblada al brazo. Su acompañante sonrió burlonamente al leer el cartel, tarareó entre dientes la consagrada melodía y arrojó un puñado de calderilla sobre la hoja de periódico. «I menys conya, tu!», dijo al pasar. Norma se disponía también a arrojarle una moneda y el sociolingüista intentó evitarlo, pero no llegó a tiempo, la moneda ya volaba en el aire y el acordeonista abrió la boca y la pilló con los dientes. Veinte duros que sabían a gloria, la gloria de sus manos... Lo mismo que otras veces, ella apenas le dedicó una mirada y se alejó sin reconocerle, sin sospechar que ese pobre artista callejero parapetado tras una costra de miseria, hundido en el fango de la vida, en el gueto del olvido, era su ex marido.

El amante bilingüe
Juan Marsé

jueves, junio 19, 2008

El fantasma de Manhattan (Frederick Forsyth)

Cada día, sea verano o invierno, llueva o haga sol, me despierto pronto. Me visto y subo desde mis aposentos hasta esta pequeña terraza cuadrada que corona el pináculo del rascacielos más alto de Nueva York. Desde aquí, y dependiendo de en qué lado del cuadrado me sitúe puedo mirar hacia el oeste, al otro lado del río Hudson, hacia las tierras verdes de Nueva Jersey. O al norte, en dirección a las secciones media y alta de esta isla asombrosa, tan llena de riqueza y suciedad, extravagancia y pobreza, vicio y crimen. O al sur, hacía el mar abierto que conduce a Europa y el amargo camino que he recorrido. O al este, al otro lado del río hasta Brooklyn y, perdido en la bruma del mar, el lunático enclave llamado Coney Island, la fuente de mi riqueza.
Y yo, que pasé siete años aterrorizado por un padre brutal, nueve encadenado en una jaula como un animal, once exiliado en los sótanos de la Ópera de París, y diez abriéndome camino desde los cobertizos de la bahía de Gravesend, donde se destripa el pescado, hasta esta eminencia, sé que ahora poseo riquezas y poder que ni siquiera Creso habría imaginado. Así que miro hacia esta enorme ciudad y pienso, cómo te odio y te desprecio, raza humana.

El fantasma de Manhattan
Frederick Forsyth

Vida nueva (Francis Scott Fitzgerald)

—¿Ha empezado la nueva era?
Ragland hizo un débil esfuerzo para levantarse, pero Julia lo detuvo con un gesto y se sentó con él.
—Parece cansado.
—Sólo estoy un poco nervioso. Es el primer día desde hace cinco años que no tomo una copa.
—Pronto se sentirá mejor.
—Ya lo sé —dijo, lúgubre.
—Sea fuerte.
—Lo seré.
—¿Puedo hacer algo para ayudarle? ¿Quiere un tranquilizante?
—No soporto los tranquilizantes —dijo, casi con mal humor—. No, de verdad, gracias.
Julia se levantó.
—Sé que se siente mejor solo. Mañana lo verá todo más claro.
—No se vaya, si es que puede soportarme.
Julia volvió a sentarse.
—Cánteme una canción. ¿Sabe cantar?
—¿Qué tipo de canción?
—Algo triste... Algo así como un blues.
Le cantó Así termina la historia, de Libby Holman, con una voz suave y profunda.
—Es buena. Cánteme otra. O vuelva a cantarme la misma.
—De acuerdo. Si quiere, me pasaré la tarde cantándole.

Vida nueva
Francis Scott Fitzgerald

miércoles, junio 18, 2008

Lo mejor que le puede pasar a un cruasán (Pablo Tusset) [Virus]

Probé el tercer link y resultó ser un mirror francés de la misma página. El siguiente era en alemán y el último en castellano. Eso agotaba el total de respuestas que había dado el motor de búsqueda. No supe qué demonios podía significar aquello, pero era raro. Lo suficiente como para seguir investigando ese camino.
El dominio del mirror inglés era Word.com, y allí que me fui. Lo primero que apareció fue un mensaje emergente en el que se prometían venganzas en forma de virus informáticos a quien osara entrar en aquel site, e inmediatamente se ejecutó un MIDI con una musiquilla la mar de deprimente. Se pretendía que aquello pareciera un mensaje del sistema, pero parecía la maldición de la momia. Estaba claro que querían meterle miedo al visitante casual y fácilmente impresionable. Y precisamente por eso decidí seguir adelante.

Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
Pablo Tusset

España, perdiste (Hernán Casciari) [Aparatuquis]

En los cibercafés, observo con irreprimible asquete a los adolescentes actuales con sesenta contactos admitidos y conectados, escribiendo como locos monosílabos de compromiso, respondiendo con síes y con noes, o lo que es peor, con jajajas. ¿No es hora de avisarle al pueblo, de gritar a los cuatro vientos, de confesar al unísono y de una vez por todas que nadie se está riendo mientras escribe jajaja? ¡Basta de farsas, por el amor de Dios! El messenger es el germen de la hipocresía y de la vigilancia interpersonal, igual que los teléfonos móviles.
Ahora leo en el diario —horrorizado— que a fin de año se lanzará al mercado un sistema que te indica dónde está exactamente la otra persona cuando la llamas al telefonito. ¿Qué es este botoneo infame? Graham Bell se debe estar revolcando en su tumba... A veces pareciera que las mujeres celosas han conseguido trabajo en Nokia y buscan venganza. Deberíamos replantearnos esta moda de que todos sepan si estás, a dónde estás y en qué estás.
El hombre que inventó el "Teléfono Que Te Avisa Quién Llama" es un genio. Eso está claro. Porque gracias a él yo descubrí hace poco que, por hache o por bé, todo el mundo me molesta. Desde que tengo ese aparato en casa no atiendo más a nadie y soy feliz. O lo era.
Porque resulta que después vino otro inventor, un flor de hijo de puta, que creó un aparato que sirve para ocultar la identidad del que te busca. Y ahora mi teléfono, en vez de avisarme con un letrero que el que llama es "El pesado de Juancarlos", ahora pone un misterioso cartelito: "Llamada Privada", porque el pesado de Juan Carlos, que sabe que es un pesado, se compró un coso de esos para ocultarse... ¡Hay que subestimarse mucho para activar ese artilugio, mucha conciencia de ser un pesado hay que tener...!
Con el messenger (ya van a ver) va a pasar algo parecido en cualquier momento —si no es que ya ha pasado—: van a inventar un software para saber quién te tiene inadmitido. Y después van a inventar otro software para bloquear a los que tienen ese primer software, y así hasta la eternidad.

España, perdiste
Hernán Casciari

viernes, junio 13, 2008

Cómo vive la otra mitad (Jacob A. Riis) [Golfillos]

Es un error pensar que los golfillos son criaturitas indefensas, dignas de compasión y lágrimas porque están solas en el mundo. El implacable “choteo” de que sería objeto el buen hombre que se acercase a ellos con tal esquema mental pronto le convencería de que malgastaba su piedad, y probablemente acabase con la impresión de que no eran más que una banda de endurecidos sinvergüenzas, fuera del alcance de todo esfuerzo misionero.
Pero éste sería tan sólo su segundo error. El golfillo tiene todos los defectos y virtudes de la vida sin ley que le caracteriza. Vagabundo como es, no reconoce autoridad alguna ni cree deber lealtad a nada ni a nadie, y alza su sucio puño contra la sociedad cuando cree que se le intenta coaccionar. Es astuto y vivo como una comadreja, la bestia depredadora que más se le parece. Su obstinada independencia, su amor a la libertad y su autonomía absoluta, junto con un rudimentario sentido de la justicia que le permite gobernar su pequeña comunidad, no siempre de acuerdo con las leyes y ordenanzas municipales, sino más cerca de la máxima “trata a los demás como querrías que te tratasen a ti”: ésos son los apoyos firmes con que cuentan quienes saben cómo manejar al muchacho y convertirlo en una persona útil.

Cómo vive la otra mitad
Jacob A. Riis

miércoles, junio 11, 2008

Fahrenheit 451 (Ray Bradbury) [Minorías y autocensura]

Ahora, consideremos las minorías en nuestra civilización. Cuanto mayor es la población, más minorías hay. No hay que meterse con los aficionados a los perros, a los gatos, con los médicos, abogados, comerciantes, cocineros, mormones, bautistas, unitarios, chinos de segunda generación, suecos, italianos, alemanes, tejanos, irlandeses, gente de Oregón o de México. En este libro, en esta obra, en este serial de televisión la gente no quiere representar a ningún pintor, cartógrafo o mecánico que exista en la realidad. Cuanto mayor es el mercado, Montag, menos hay que hacer frente a la controversia, recuerda esto. Todas las minorías menores con sus ombligos que hay que mantener limpios. Los autores, llenos de malignos pensamientos, aporrean máquinas de escribir. Eso hicieron. Las revistas se convirtieron en una masa insulsa y amorfa. Los libros, según dijeron los críticos esnobs, eran como agua sucia. No es extraño que los libros dejaran de venderse, decían los críticos. Pero el público, que sabía lo que quería, permitió la supervivencia de los libros de historietas. Y de las revistas eróticas tridimensionales, claro está. Ahí tienes, Montag. No era una imposición del Gobierno. No hubo ningún dictado, ni declaración, ni censura, no. La tecnología, la explotación de las masas y la presión de las minorías produjo el fenómeno, a Dios gracias. En la actualidad, gracias a todo ello, uno puede ser feliz continuamente, se le permite leer historietas ilustradas o periódicos profesionales.

Fahrenheit 451
Ray Bradbury

La guerra contra el cliché (Martín Amis)

La crítica literaria, ahora confinada casi por entero a las universidades, va, pues, contra el canon, que es lo mismo que ir contra el talento... Una breve visita a Internet revela que, mientras tanto, en el otro extremo del negocio, todos se han convertido en críticos literarios –o, cuando menos, en reseñadores de libros-. La democratización ha traído consigo una ganancia inalienable: la igualdad de los sentimientos. Creo que Gore Vidal fue el primero en decir esto, y lo dijo no precisamente con sorna, sino con animado escepticismo.
Dijo que hoy en día, nadie tiene sentimientos más auténticos, y, por lo tanto, más importantes, que cualquier otra persona. Este es el nuevo credo, el nuevo privilegio. Un privilegio muy ejercitado en la reseña contemporánea, ya sea en la red o en las páginas literarias. El reseñador acepta con resignación la llegada de una gruesa novela recién publicada o de un libro menos voluminoso, pone manos a la obra y espera a ver qué impresión le causa. Buena o mala. Los resultados de ese contacto serán la base de la reseña, sin referencia alguna a lo que hay detrás. Y lo que hay detrás, me temo, es el talento, y el canon, y el corpus de conocimientos que constituye lo que llamamos literatura..

La guerra contra el cliché
Martín Amis

Las tumbas de tiempo (J. G. Ballard)

No había cadáveres en las tumbas de tiempo, ni esqueletos polvorientos. Los fantasmas ciber-arquitectónicos que las habitaban habían sido embalsamados en los códigos metálicos de las cintas de memoria, transcripciones moleculares tridimensionales de los originales vivientes, almacenados entre las dunas como un magnífico acto de fe, en la esperanza de que la recreación de las personalidades cifradas fuera un día posible. Después de cinco mil años la tentativa había sido abandonada de mala gana, pero por respeto a los constructores de tumbas se habían abandonado los pabellones al azar del tiempo en el mar de Virgilio. Más tarde, cuando los historiadores de las nuevas épocas tuvieron conciencia de los enormes archivos que los esperaban en ese antiguo limbo, llegaron los ladrones de tumbas. A pesar de los guardianes no habían cesado aún el saqueo de las tumbas y el tráfico ilícito de las almas muertas.

Las tumbas de tiempo
J. G. Ballard

El libro de Rachel (Martin Amis) (Sexo nerd)

El principal, pero no único, problema de DeForest era que acostumbraba a correrse antes de que él o Rachel pudieran decir Jesús. Se enfundaba el preservativo aprisa y corriendo, y se la metía con una expresión como la de quien acaba de recordar que tiene que estar haciendo una cosa importantísima en otro lugar, algo así como ir al funeral de su madre. (Me limito a anotar la imitación que hizo Rachel. ) Luego arrugaba su pecosa cara y se dejaba caer con todo su peso encima de ella, y su polla salía tan rápido como había entrado, para no volver a levantar cabeza hasta después de transcurridas dos semanas enteras de disculpas, explicaciones y justificaciones. Contuve en la medida de lo posible mis risas mientras ella iba contándome todo eso, en parte debido a que sentía auténtica admiración por la tolerancia y ausencia de recato que demostraba Rachel. Pero casi me partí de risa cuando me contó uno de los trucos que usaba DeForest para prolongar el disfrute. Se llevaba consigo a la cama un texto de historia, con la idea de ponerse a estudiarlo mientras Rachel se agitaba debajo de él; se suponía que una vez estuviera ella en condiciones, llamaría la atención de su amante y entonces DeForest arrojaría a un lado La Inglaterra de los Tudor y experimentaría sus cuatro o cinco segundos de impetuoso transporte antes de derretirse sobre ella. No hace falta añadir que el truco no funcionaba, aunque hubo una vez que DeForest aguantó un minuto entero de reloj.

El libro de Rachel
Martin Amis

Las voces del laberinto (Ricard Ruíz Garzón)

Diría que llevaba una vida, pshé, bastante corriente, un poco disipada pero similar a la de otros amigos. Y entonces, broooom, todo empezó a precipitarse: se me acabó el contrato, cerré el fanzine, corté con mi novia, me quedé sin blanca y, para colmo de males, mi madre falleció. […]
Como no tenía ingresos, empecé a trabajar en una lavandería de Argüelles. Y allí, je, je, allí las oí por primera vez. Frías, vidriosas, insensibles... Recuerdo que era lunes por la tarde, estaba vaciando unos cestos y de pronto empezaron a manifestarse nítidamente en el zumbido de las centrifugadoras: cling-cling-cling... Eran como un coro metálico, una especie de enjambre chisporroteante y acelerado que transmitía hechos históricos desconocidos y los vinculaba a mí. Los mensajes eran abstractos, no lograba traducirlos, ni hoy podría. No me llamaban, ni decían mi nombre, pero leían mi pensamiento con tal claridad que antes de formular ninguna pregunta me había llegado ya su respuesta. Entendía sólo algunos fragmentos, como si el canal de conexión escogido estuviese oxidado por no haberlo usado jamás. Pero no tuve ninguna duda: aquello no podía ser el ruido de las lavadoras. Llevaba semanas escuchándolo y nunca había tenido esa misma sensación, esa congoja. Me asusté, claro, sobre todo porque al principio mostraban cierta armonía, pero su martilleo era cada vez más caótico, más delirante, y llegó un momento en que aquel torbellino ensordecedor se me hizo insoportable: clonc-clonc-clonc-clonc-clonc... Sentí que el cerebro me iba a explotar, así que escapé corriendo de la lavandería y no volví jamás, ni siquiera a buscar el finiquito. De hecho, no he vuelto a pasar por allí, y si alguna vez me acerco, je, je, si lo hago siento aún escalofríos.
El médico dijo que había tenido un conato de pánico. Me encerré en casa durante meses, viviendo como un indigente y bebiéndome hasta el agua de fregar. Me alimentaba de yogures, no me cambiaba de ropa, no limpiaba jamás e iba acumulando desechos por las habitaciones como en un vertedero. Si salía era para beber, de noche, cuando el ruido era menor y parecía amortiguarse el peligro de que las voces regresaran. Sólo en algún breve momento de lucidez me planteé si podían ser voces de ultratumba, voces que me pudieran conducir hasta mi madre. Pero lo rechacé enseguida, y de hecho, hmmm, de hecho creo que jamás han mencionado nada que me recordase a ella. En aquellos días, además, yo creía que podía negar las voces, olvidar su repiqueteo; por eso dormía días enteros, hasta que me desvelaba y volvía a emborracharme para poder caer de nuevo en la inconsciencia. Luego supe que algún vecino me encontró más de una vez tirado en el portal, entre mis propios vómitos... Así pasé un año, hasta que una tarde llegó mi hermano, me pilló en la cama y al ver que no había agua ni luz, que todo estaba como si hubiese caído una bomba, decidió llevarme con él.

Las voces del laberinto
Ricard Ruíz Garzón

Psicomagia (Alejandro Jodorowsky) [Curanderos]

Habiendo vivido muchos años en la capital de México tuve oportunidad de estudiar los métodos de aquellos a los que se les llama «brujos» o «curanderos». Son legiones. Cada barrio tiene el suyo. En pleno corazón de la ciudad se alza el gran mercado de Sonora, donde se venden exclusivamente productos mágicos: velas de colores, peces disecados en forma de diablo, imágenes de santos, plantas medicinales, jabones benditos, tarots, amuletos, esculturas en yeso de la Virgen de Guadalupe convertida en esqueleto, etc. En algunas trastiendas sumidas en la penumbra, mujeres con un triángulo pintado en la frente frotan con manojos de hierbas y agua bendita a quienes van a consultarles, y les practican «limpias» del cuerpo y del aura... Los médicos profesionales, hijos fieles de la Universidad, desprecian estas prácticas. Según ellos la medicina es una ciencia. Quisieran llegar a encontrar el remedio ideal, preciso, para cada enfermedad, tratando de no diferenciarse los unos de los otros. Desean que la medicina sea una, oficial, sin improvisaciones y aplicada a pacientes a los que se les trata sólo como cuerpos. Ninguno se propone curar el alma. Por el contrario, para los curanderos la medicina es un arte.

Psicomagia
Alejandro Jodorowsky

Teoría y juego del duende (Federico García Lorca)

El duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. Yo he oído decir a un viejo maestro guitarrista: "El duende no está en la garganta; el duende sube por dentro desde la planta de los pies". Es decir, no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto.

Teoría y juego del duende
Federico García Lorca

La brevedad de los días (Andrés Trapiello) (La biblioteca perdida)

Bill D. y su mujer murieron el mismo día de mayo de 1985, con doce horas de diferencia, los dos de un ataque al corazón, y dos años después yo entraba en el suntuoso piso que el matrimonio tenía en Madrid, aquí al lado, en la Plaza de las Salesas. Aparecí por allí de casualidad, alguien nos dijo que un americano rico vendía la biblioteca de sus padres, que acababan de morir… Lo que encontramos dentro fue algo que excedía cualquier episodio novelesco. Nos abrió la puerta el heredero. Era un hombre de unos cuarenta años, alto, rubio, muy guapo, como un actor de Hollywood. Se había estropeado la calefacción, y se las apañaban con una sola bombilla. Su novia, una modelo holandesa de unos veinte años, tan alta como él, era bellísima. La heroína les hacía moverse por la casa como zombis. Llevaba gastados en droga y en parásitos veinte millones de pesetas en un año. La casa se le había llenado de gorrones, putas, golfos, ex presidiarios. Nos los encontrábamos tirado por las habitaciones, la droga corría como el vino en la parábola del hijo pródigo. Había en la casa cuadros de las grandes firmas de la pintura americana del siglo, estaban los libros de Hemingway dedicados, de Pound, de Eliot, de Spender, de la Sitwell, de Cyril Connolly. Éste, concuñado de Bill D., había sido padrino del mismo que nos abrió la puerta. Más que una ruina, más que una autodestrucción, parecía una venganza. El piso se cerró, vendieron cuadros, libros, muebles, los golfos desaparecieron, las putas volvieron a la esquina, los ex presidiarios a la cárcel, pero no volvimos a tener noticias de aquel hombre.
Once años después el dueño de un guardamuebles ofreció a un librero de viejo de la Cuesta de Moyano sesenta cajas de libros ingleses, y dos más de papeles viejos. Sin saber lo que compraba, el librero pagó por las sesenta lo que le pidieron, menos que nada, y dejó las otras dos. Ya en su casa, al abrir uno de los libros cayó al suelo una fotografía de Hemingway, y el librero, uno de los que hace once años pasaron por aquel piso, comprendió al fin. Volvió al guardamuebles. Buscó las dos cajas restantes, tiradas en un contendedor de la calle. Había llovido esos días, pero pudo rescatarlas. Es la historia de la familia, cartas de Hemingway, de Pollock, de Connolly, de Bregan, de Peggy Guggenheim, el manuscrito de Losey del guión de Á la recherche dedicado a B. D., las entregas en Life de Dangerous Summer, que Ernst escribió en La Cónsula, las cartas del hijo a sus padres desde Eton, donde le mandaron a estudiar, las agendas del padre (y en ellas muchas más novelas, teléfonos de Ava Gadner, de Orson Welles, la dirección de E. H. en La Habana…), escrituras de propiedad, pasaportes, testamento, fotos, incluso un sobre con polvo blanco. Le he pedido a mi amigo librero que mande analizarlo. En ese sobre puede que esté la primera parte de una novela y el final de dos vidas. El del hijo, ¿cómo lo reconstruiremos? Alguien, sin duda, es su depositario, alguien que nunca conocerá estas pequeñas virutas de la historia.

La brevedad de los días
Andrés Trapiello

La música árabe y su influencia en la española (Julián Ribera y Tarragó) (La influencia española)

De Túnez puede afirmarse que desde principios del siglo VI de la Hégira (siglo XII de la era cristiana) era ya tributaria de Andalucía en materia musical. En ese tiempo estuvo allí un célebre español, Omeya ben Abdelaziz ben Abusalt, el Sevillano, músico compositor que puso melodías a la letra de las canciones de Túnez. De él las aprendieron los tunecinos y se hicieron en Túnez populares, y las gentes de ese país conservaron cariñosa memoria del músico que las compuso. Abensaid, que vivió en los principios del siglo XIII, afirma que en su tiempo se cantaban en Túnez esas canciones. Hoy aún son populares en aquella región, y están persuadidos los tunecinos de que esas canciones proceden de España, y les dan el nombre de cantos granadinos.
Esto comprueba lo que ya dijo Abenjaldún en el siglo XIV: que la música española ejerció gran influencia en todo el norte de África, y que en su tiempo era tal influencia muy perceptible. Y que perdura en nuestros días en todos esos países lo demuestran todas las tradiciones que recogen los eruditos europeos que han ido a estudiar en el Norte de África y Egipto la música árabe. Todos hablan de la música granadina como viva y ejecutada por los músicos africanos, y los mismos escritores árabes que en la época actual han tratado de la música africana no dejan de recordar sus antecedentes españoles, con las moaxajas y los zéjeles que en todo el Norte de África, de Marruecos a Egipto, se han popularizado.
En consecuencia, de todo lo anterior se infiere claramente la verdad de estos hechos: que florecieron en la España musulmana multitud de músicos compositores, algunos de los cuales consiguieron gran fama y celebridad por su original inspiración; que llegó a formarse escuela lírica genuinamente española, por virtud del invento de un sistema ingenioso de cantos, que pueden con legítimo derecho llamarse españoles, y que el sistema métrico de esos cantos se difundió en la Edad Media por muchos países musulmanes que en la actualidad aún lo conservan: todo el Norte de África y parte del Asia, hasta la India.
Y parece vislumbrarse también la realidad de otro hecho, digno de ser notado: que allá donde se dejó sentir la influencia de esas canciones, cuya letra está ordenada según el sistema lírico español, se ha introducido también la música española con que se cantaban.

La música árabe y su influencia en la española
Julián Ribera y Tarragó