miércoles, junio 11, 2008

La brevedad de los días (Andrés Trapiello) (La biblioteca perdida)

Bill D. y su mujer murieron el mismo día de mayo de 1985, con doce horas de diferencia, los dos de un ataque al corazón, y dos años después yo entraba en el suntuoso piso que el matrimonio tenía en Madrid, aquí al lado, en la Plaza de las Salesas. Aparecí por allí de casualidad, alguien nos dijo que un americano rico vendía la biblioteca de sus padres, que acababan de morir… Lo que encontramos dentro fue algo que excedía cualquier episodio novelesco. Nos abrió la puerta el heredero. Era un hombre de unos cuarenta años, alto, rubio, muy guapo, como un actor de Hollywood. Se había estropeado la calefacción, y se las apañaban con una sola bombilla. Su novia, una modelo holandesa de unos veinte años, tan alta como él, era bellísima. La heroína les hacía moverse por la casa como zombis. Llevaba gastados en droga y en parásitos veinte millones de pesetas en un año. La casa se le había llenado de gorrones, putas, golfos, ex presidiarios. Nos los encontrábamos tirado por las habitaciones, la droga corría como el vino en la parábola del hijo pródigo. Había en la casa cuadros de las grandes firmas de la pintura americana del siglo, estaban los libros de Hemingway dedicados, de Pound, de Eliot, de Spender, de la Sitwell, de Cyril Connolly. Éste, concuñado de Bill D., había sido padrino del mismo que nos abrió la puerta. Más que una ruina, más que una autodestrucción, parecía una venganza. El piso se cerró, vendieron cuadros, libros, muebles, los golfos desaparecieron, las putas volvieron a la esquina, los ex presidiarios a la cárcel, pero no volvimos a tener noticias de aquel hombre.
Once años después el dueño de un guardamuebles ofreció a un librero de viejo de la Cuesta de Moyano sesenta cajas de libros ingleses, y dos más de papeles viejos. Sin saber lo que compraba, el librero pagó por las sesenta lo que le pidieron, menos que nada, y dejó las otras dos. Ya en su casa, al abrir uno de los libros cayó al suelo una fotografía de Hemingway, y el librero, uno de los que hace once años pasaron por aquel piso, comprendió al fin. Volvió al guardamuebles. Buscó las dos cajas restantes, tiradas en un contendedor de la calle. Había llovido esos días, pero pudo rescatarlas. Es la historia de la familia, cartas de Hemingway, de Pollock, de Connolly, de Bregan, de Peggy Guggenheim, el manuscrito de Losey del guión de Á la recherche dedicado a B. D., las entregas en Life de Dangerous Summer, que Ernst escribió en La Cónsula, las cartas del hijo a sus padres desde Eton, donde le mandaron a estudiar, las agendas del padre (y en ellas muchas más novelas, teléfonos de Ava Gadner, de Orson Welles, la dirección de E. H. en La Habana…), escrituras de propiedad, pasaportes, testamento, fotos, incluso un sobre con polvo blanco. Le he pedido a mi amigo librero que mande analizarlo. En ese sobre puede que esté la primera parte de una novela y el final de dos vidas. El del hijo, ¿cómo lo reconstruiremos? Alguien, sin duda, es su depositario, alguien que nunca conocerá estas pequeñas virutas de la historia.

La brevedad de los días
Andrés Trapiello

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