miércoles, junio 11, 2008

Las voces del laberinto (Ricard Ruíz Garzón)

Diría que llevaba una vida, pshé, bastante corriente, un poco disipada pero similar a la de otros amigos. Y entonces, broooom, todo empezó a precipitarse: se me acabó el contrato, cerré el fanzine, corté con mi novia, me quedé sin blanca y, para colmo de males, mi madre falleció. […]
Como no tenía ingresos, empecé a trabajar en una lavandería de Argüelles. Y allí, je, je, allí las oí por primera vez. Frías, vidriosas, insensibles... Recuerdo que era lunes por la tarde, estaba vaciando unos cestos y de pronto empezaron a manifestarse nítidamente en el zumbido de las centrifugadoras: cling-cling-cling... Eran como un coro metálico, una especie de enjambre chisporroteante y acelerado que transmitía hechos históricos desconocidos y los vinculaba a mí. Los mensajes eran abstractos, no lograba traducirlos, ni hoy podría. No me llamaban, ni decían mi nombre, pero leían mi pensamiento con tal claridad que antes de formular ninguna pregunta me había llegado ya su respuesta. Entendía sólo algunos fragmentos, como si el canal de conexión escogido estuviese oxidado por no haberlo usado jamás. Pero no tuve ninguna duda: aquello no podía ser el ruido de las lavadoras. Llevaba semanas escuchándolo y nunca había tenido esa misma sensación, esa congoja. Me asusté, claro, sobre todo porque al principio mostraban cierta armonía, pero su martilleo era cada vez más caótico, más delirante, y llegó un momento en que aquel torbellino ensordecedor se me hizo insoportable: clonc-clonc-clonc-clonc-clonc... Sentí que el cerebro me iba a explotar, así que escapé corriendo de la lavandería y no volví jamás, ni siquiera a buscar el finiquito. De hecho, no he vuelto a pasar por allí, y si alguna vez me acerco, je, je, si lo hago siento aún escalofríos.
El médico dijo que había tenido un conato de pánico. Me encerré en casa durante meses, viviendo como un indigente y bebiéndome hasta el agua de fregar. Me alimentaba de yogures, no me cambiaba de ropa, no limpiaba jamás e iba acumulando desechos por las habitaciones como en un vertedero. Si salía era para beber, de noche, cuando el ruido era menor y parecía amortiguarse el peligro de que las voces regresaran. Sólo en algún breve momento de lucidez me planteé si podían ser voces de ultratumba, voces que me pudieran conducir hasta mi madre. Pero lo rechacé enseguida, y de hecho, hmmm, de hecho creo que jamás han mencionado nada que me recordase a ella. En aquellos días, además, yo creía que podía negar las voces, olvidar su repiqueteo; por eso dormía días enteros, hasta que me desvelaba y volvía a emborracharme para poder caer de nuevo en la inconsciencia. Luego supe que algún vecino me encontró más de una vez tirado en el portal, entre mis propios vómitos... Así pasé un año, hasta que una tarde llegó mi hermano, me pilló en la cama y al ver que no había agua ni luz, que todo estaba como si hubiese caído una bomba, decidió llevarme con él.

Las voces del laberinto
Ricard Ruíz Garzón

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