—¿Qué es eso, papito? —preguntó el niño de cuatro años, mientras apuntaba con el dedo hacia una carita peluda, enmarcada por patillas blancas, que los atisbaba a través de una pantalla de hojas.
—Estee... cierta clase de mono. ¿Por qué no le preguntas al Cerebro?
—Lo hice: no responde.
"Otro problema", pensó Singh. Había ocasiones en las que añoraba la sencilla vida de sus ancestros en las polvorientas llanuras de India, aunque sabía perfectamente bien que sólo habría podido tolerarla unos milisegundos.
—Vuelve a intentarlo, Toby. A veces hablas demasiado rápido: la Central de la Casa no siempre reconoce tu voz. ¿Y te acordaste de enviar una imagen?: la Central no puede decirte qué es lo que tú estás mirando, a menos que ella también pueda verlo.
—¡Uy! Lo olvidé.
El martillo de Dios
—Estee... cierta clase de mono. ¿Por qué no le preguntas al Cerebro?
—Lo hice: no responde.
"Otro problema", pensó Singh. Había ocasiones en las que añoraba la sencilla vida de sus ancestros en las polvorientas llanuras de India, aunque sabía perfectamente bien que sólo habría podido tolerarla unos milisegundos.
—Vuelve a intentarlo, Toby. A veces hablas demasiado rápido: la Central de la Casa no siempre reconoce tu voz. ¿Y te acordaste de enviar una imagen?: la Central no puede decirte qué es lo que tú estás mirando, a menos que ella también pueda verlo.
—¡Uy! Lo olvidé.
El martillo de Dios
Arthur C. Clarke
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