Hacía ya una año que sufría la infantil angustia de poseer un curioso juguete. Yo tenía doce años.
Ese juguete aumentaba de volumen a la menor oportunidad y parecía insinuar que, debidamente utilizado, podía ser fuente de delicias. Pero en ningún lugar tenía yo instrucciones escritas de cómo utilizarlo, y por eso, cuando el juguete tomaba la iniciativa en sus deseos de jugar conmigo, quedaba yo inevitablemente desconcertado. Alguna que otra vez, mi humillación y mi impaciencia alcanzaron tal punto de gravedad que llegué a pensar que deseaba destruir aquel juguete. Sin embargo nada podía hacer como no fuera rendirme al insubordinado instrumento, con su expresión de dulce secreto, y esperar acontecimientos pasivamente.
Confesiones de una máscara
Yukio Mishima
Ese juguete aumentaba de volumen a la menor oportunidad y parecía insinuar que, debidamente utilizado, podía ser fuente de delicias. Pero en ningún lugar tenía yo instrucciones escritas de cómo utilizarlo, y por eso, cuando el juguete tomaba la iniciativa en sus deseos de jugar conmigo, quedaba yo inevitablemente desconcertado. Alguna que otra vez, mi humillación y mi impaciencia alcanzaron tal punto de gravedad que llegué a pensar que deseaba destruir aquel juguete. Sin embargo nada podía hacer como no fuera rendirme al insubordinado instrumento, con su expresión de dulce secreto, y esperar acontecimientos pasivamente.
Confesiones de una máscara
Yukio Mishima
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