—Quiero ir al cine.
Películas. Otra vez. En el último mes había visto tantas que fragmentos de diálogos de Hollywood interrumpían sus sueños. Un sábado, porque ella insistió, compraron entradas para tres cines distintos, locales baratos donde un olor a desinfectante de letrina envenenaba el aire. Y cada mañana antes de salir al trabajo dejaba cincuenta centavos sobre la chimenea: ella iba al cine, así lloviera o nevara. Vincent era suficientemente sensible para saber por qué: también en su vida hubo una especie de limbo en que iba al cine todos los días, y no era raro que se quedara a ver varias veces la misma película; en cierto modo, era como la religión: al ver las cambiantes siluetas en blanco y negro experimentaba una liberación de la conciencia semejante a la que uno encuentra en la confesión.
—Esposas —dijo ella, refiriéndose a una escena de Treinta y nueve escalones que habían visto en un ciclo de Hitchcock que pasaban en el Beverly—. La rubia y el hombre esposados juntos... Bueno, me hizo pensar en otra cosa —Se puso los pantalones del pijama de él, prendió el ramito de violetas en el borde de la almohada y se acurrucó en la cama—. ¡Que detengan a la gente así, que los encierren juntos!
Vincent bostezó.
—Eso —dijo, y apagó las luces—. Otra vez: feliz cumpleaños, cariño, ¿te lo has pasado bien?
Ella dijo:
—Una vez estuve en un sitio y había dos chicas bailando; eran tan libres..., sólo estaban ellas y nadie más, tan hermoso tomo una puesta de sol. —Guardó silencio durante largo rato; luego, su lenta voz sureña arrastró las palabras—: Fue maravilloso que me trajeras violetas.
—Contento... que te gusten —musitó, medio dormido.
—Lástima que se tengan que morir.
—Sí. Bueno, buenas noches.
—Buenas noches.
Primer plano. Oh, John, no es sólo por mí, piensa en los niños: ¡un divorcio arruinaría sus vidas! Fundido en negro.
El halcón decapitado
Truman Capote
Películas. Otra vez. En el último mes había visto tantas que fragmentos de diálogos de Hollywood interrumpían sus sueños. Un sábado, porque ella insistió, compraron entradas para tres cines distintos, locales baratos donde un olor a desinfectante de letrina envenenaba el aire. Y cada mañana antes de salir al trabajo dejaba cincuenta centavos sobre la chimenea: ella iba al cine, así lloviera o nevara. Vincent era suficientemente sensible para saber por qué: también en su vida hubo una especie de limbo en que iba al cine todos los días, y no era raro que se quedara a ver varias veces la misma película; en cierto modo, era como la religión: al ver las cambiantes siluetas en blanco y negro experimentaba una liberación de la conciencia semejante a la que uno encuentra en la confesión.
—Esposas —dijo ella, refiriéndose a una escena de Treinta y nueve escalones que habían visto en un ciclo de Hitchcock que pasaban en el Beverly—. La rubia y el hombre esposados juntos... Bueno, me hizo pensar en otra cosa —Se puso los pantalones del pijama de él, prendió el ramito de violetas en el borde de la almohada y se acurrucó en la cama—. ¡Que detengan a la gente así, que los encierren juntos!
Vincent bostezó.
—Eso —dijo, y apagó las luces—. Otra vez: feliz cumpleaños, cariño, ¿te lo has pasado bien?
Ella dijo:
—Una vez estuve en un sitio y había dos chicas bailando; eran tan libres..., sólo estaban ellas y nadie más, tan hermoso tomo una puesta de sol. —Guardó silencio durante largo rato; luego, su lenta voz sureña arrastró las palabras—: Fue maravilloso que me trajeras violetas.
—Contento... que te gusten —musitó, medio dormido.
—Lástima que se tengan que morir.
—Sí. Bueno, buenas noches.
—Buenas noches.
Primer plano. Oh, John, no es sólo por mí, piensa en los niños: ¡un divorcio arruinaría sus vidas! Fundido en negro.
El halcón decapitado
Truman Capote