Sólo cuando conoces un grupo y te gusta te conviertes en la clase de crítico musical al que debieran dar trabajo todas las revistas y periódicos. He estado escribiendo un poco sobre el pop en The New Yorker el último par de años, un rollo en el que parece imprescindible que cada mañana metan en tu buzón cientos de CD que no quieres. Sospecho que las compañías discográficas acaban averiguando de alguna manera tus gustos y omiten astutamente poner en sus envíos los CD que pudieras querer, de modo que te obligan a comprarlos de todos modos. Mi respuesta habitual a estos CD no deseados es la que sigue: a) miro la carátula. Si tiene una pegatina de Advertencia a los Padres, y el artista se llama algo como Thuggy Breakskull, o PusShit, no lo pongo. Me preocupa si el artista en cuestión es mono, o tiene mucho pelo, o gruñe, o le sangra la nariz, o parece haber trabajado en una serie televisiva para adolescentes, o parece muy viejo, o parece muy joven, o simplemente vagamente sin pistas (este último es un juicio complejo, y probablemente no puedo describirlo coherentemente, tiene algo que ver con las cejas, me parece, aunque algunas veces también hay un tatuaje, o una sonrisa, o una mueca, o algún objeto para la cabeza que ayudan), o graba para un sello que no me gusta. Algunas veces –aunque he de confesar que no a menudo- doy la vuelta al CD para mirar los títulos de las canciones, lo que duran, alguna vez el nombre de un productor con la esperanza de que algo me lleve a la conclusión de que este álbum No es Para Mí, que es para quinceañeros, o estrechos, o juerguistas, o cabezotas, o conservadores, o anarquistas, o simplemente para cualquiera que no tenga cuarenta y cuatro años y viva en el norte de Londres y le gusten Nelly Furtado y Bruce Springsteen. Si todavía no he conseguido formarme un prejuicio en contra, entonces b) miro la nota de prensa. Si utiliza como comparación cualquiera de los aproximadamente 300.000 nombres para cuya música no tengo tiempo que perder (y generalmente lo hacen, porque mis 300.000 nombres están escogidos con mucho cuidado), bueno, entonces tampoco lo escucho. Así que muy, muy pocos álbumes llegan hasta el paso c), que es cuando pongo ya el jodido chisme en el reproductor y lo escucho. “Escuchar”, sin embargo, significa en este contexto esperar el primer cambio de acorde del primer tema, momento en el que puedo soltar un enorme suspiro de alivio y quitar de en medio el asunto como una broma, una zona sin talento, un desastre cacofónico creado por ignorantes. Es un sistema francamente inexpugnable.
31 canciones
Nick Hornby
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