lunes, marzo 31, 2014

Fascismo vs. Comunismo (Albert Camus)

No es justo identificar los fines del fascismo y del comunismo ruso. El primero representa la exaltación del verdugo por el verdugo mismo. El segundo, más dramático, la exaltación del verdugo por las víctimas. El primero no ha soñado nunca con liberar a todo el hombre, sino tan sólo con liberar a algunos subyugando a los otros. El segundo, en su principio más profundo, apunta a liberar a todos los hombres esclavizándolos a todos, provisionalmente. Hay que reconocerle la grandeza de la intención. Pero sí es justo, por el contrario, identificar sus medios con el cinismo político que han bebido ambos de la misma fuente: el nihilismo moral. [...] Los nihilistas, hoy día, ocupan los tronos. Los pensamientos que pretenden guiar nuestro mundo en nombre de la revolución se han convertido en realidad en ideologías de consentimiento, no de rebeldía. He aquí por qué nuestro tiempo es el de las técnicas privadas y públicas de aniquilamiento.

El hombre rebelde

Albert Camus

domingo, octubre 04, 2009

Episodios Nacionales - Napoleón en Chamartín (Benito Pérez Galdós)

Los paisanos armados eran ciertamente muchos; pero había muy pocos fusiles, y de estos la mitad eran inútiles por falta de cartuchos; y, ¿con qué se hacían los cartuchos si no había pólvora? A esto habíamos llegado cuatro meses después de la victoria de Bailén. Todo al revés. Ayer barriendo a los franceses, y hoy dejándonos barrer; ayer poderosos y temibles, hoy impotentes y desbandados. Contrastes y antítesis y viceversas, propias de la tierra, como el paño pardo, los garbanzos, el buen vino y el buen humor. ¡Oh España, cómo se te reconoce en cualquier parte de tu historia adonde se fije la vista! Y no hay disimulo que te encubra, ni máscara que te oculte, ni afeite que te desfigure, porque a donde quiera que aparezcas, allí se te conoce desde cien leguas con tu media cara de fiesta, y la otra media de miseria, con la una mano empuñando laureles, y con la otra rascándote tu lepra.

Napoleón en Chamartín, de los Episodios Nacionales
Benito Pérez Galdós

jueves, agosto 20, 2009

El halcón decapitado (Truman Capote)

—Quiero ir al cine.
Películas. Otra vez. En el último mes había visto tantas que fragmentos de diálogos de Hollywood interrumpían sus sueños. Un sábado, porque ella insistió, compraron entradas para tres cines distintos, locales baratos donde un olor a desinfectante de letrina envenenaba el aire. Y cada mañana antes de salir al trabajo dejaba cincuenta centavos sobre la chimenea: ella iba al cine, así lloviera o nevara. Vincent era suficientemente sensible para saber por qué: también en su vida hubo una especie de limbo en que iba al cine todos los días, y no era raro que se quedara a ver varias veces la misma película; en cierto modo, era como la religión: al ver las cambiantes siluetas en blanco y negro experimentaba una liberación de la conciencia semejante a la que uno encuentra en la confesión.
—Esposas —dijo ella, refiriéndose a una escena de Treinta y nueve escalones que habían visto en un ciclo de Hitchcock que pasaban en el Beverly—. La rubia y el hombre esposados juntos... Bueno, me hizo pensar en otra cosa —Se puso los pantalones del pijama de él, prendió el ramito de violetas en el borde de la almohada y se acurrucó en la cama—. ¡Que detengan a la gente así, que los encierren juntos!
Vincent bostezó.
—Eso —dijo, y apagó las luces—. Otra vez: feliz cumpleaños, cariño, ¿te lo has pasado bien?
Ella dijo:
—Una vez estuve en un sitio y había dos chicas bailando; eran tan libres..., sólo estaban ellas y nadie más, tan hermoso tomo una puesta de sol. —Guardó silencio durante largo rato; luego, su lenta voz sureña arrastró las palabras—: Fue maravilloso que me trajeras violetas.
—Contento... que te gusten —musitó, medio dormido.
—Lástima que se tengan que morir.
—Sí. Bueno, buenas noches.
—Buenas noches.
Primer plano. Oh, John, no es sólo por mí, piensa en los niños: ¡un divorcio arruinaría sus vidas! Fundido en negro.

El halcón decapitado
Truman Capote

martes, septiembre 23, 2008

Las ciudades españolas (Julio Camba)

El otro día le enseñaba yo a una señorita alemana unas colecciones de postales. Las había de Londres, de París, de Bruselas y de todo el mundo.
- A ver si adivina usted, señorita, de dónde es esta postal.
Si era una vista de Londres, ella acertaba en el acto. Los impermeables y los paraguas no le dejaban lugar a dudas. Con las vistas de otras ciudades, en cambio, se equivocaba casi siempre.
- ¿Y ésta, señorita? ¿Sabe usted de dónde es esta vista?
- ¡Oh! Ésta es de una ciudad española: estoy completamente segura.
Le enseñé otras postales.
- No. Éstas no sé de dónde son…. Pero ésta es otra ciudad española. Y ésta. Y ésta… Pero la verdad es que yo no reconozco las ciudades españolas. Reconozco los tipos. En todas las vistas fotográficas de las ciudades de España hay siempre un hombre arrimado a un farol. Mire usted esta postal. Aquí no hay nada más que un hombre. Pues este único hombre está recostado en un farol. En cambio, examine usted todas las otras postales que usted tiene: las de París, las de Londres, las de Viena, las de Bruselas, las de Nueva York, hasta las de Turquía. Ni un solo hombre arrimado a un farol. Los españoles son unos hombres que se arriman a los faroles. Es más. Los españoles se diferencian de todos los demás hombres del mundo por esa costumbre que tienen de arrimarse a los faroles…
Tuve que rendirme a la evidencia. Era verdad. Examine usted, el álbum de postales de su hermana o de su novia, y se convencerá, como yo me he convencido, de que, en todo el mundo, los españoles son los únicos hombres que se recuestan en los faroles. Esta es la característica fundamental de la raza. Gracias a ella, una señorita alemana puede distinguir, entre cien postales de todas partes, una postal española. Una de las consecuencias que se derivan de este hecho es la siguiente: los españoles no nos incorporaremos por completo a Europa mientras no nos desarrimemos de los faroles y echemos a andar. Otra: para transformar a España hay que echar abajo todos los faroles españoles.

Las ciudades españolas
Julio Camba

La Habana para un infante difunto [Emilia] (Guillermo Cabrera Infante)

Emilia era una muchacha complicada, no con las complicaciones de Ester debidas a su cojera, más bien era una complejidad nutrida por la neurosis de su madre complicada por la tuberculosis, mal neurótico. Era demasiado complicado para mis doce años, aunque yo estuviera acostumbrado a las conversaciones adultas por la educación que me habla dado mi madre […], por las asociaciones políticas de mi padre, por los argumentos de mi tío Pepe, por las conversaciones oídas a las amigas de mi madre, reunidas en torno a ella mientras bordaba en su eterna máquina Singer. Pero era verdaderamente complicado. No supe decirle a Emilia que ella me gustaba mucho (en realidad no me gustaba: había algo de monja en ella, tan devota a su madre, tan seria) y no pude hacer nada. Emilia debió de adivinarlo porque me dijo: «Pera», que es la forma habanera de decir espera, y salió rápida de la cocina y, antes de que me pudiera dar cuenta de que me abandonó, habla regresado. […] Vino a mí silente. Sin decir nada me cogió por el brazo y me llevó hasta la zona libre de la pared, donde terminaba el fogón (que era en realidad una barbacoa de cemento para poner los reverberos o los anafes encima, centro de la cocina ómnibus: curioso: la pobreza pueblerina era más bien individual o familiar, mientras que la pobreza urbana me había hecho conocer primero en Zulueta 408 los baños colectivos y los inodoros colectivos, y ahora en Monte 822, la cocina colectiva.[…] En aquel rincón se me encimó, arrinconándome contra la pared, pegando sus labios sobre los míos en el primer beso adulto que me daban en mi vida. No abrí la boca (no sabía cómo), tampoco la abrió ella, pero no era un beso adolescente: más que una muchacha Emilia era una mujer. Pero en vez de sentir alborozo lo que sentí fue confusión.

La Habana para un infante difunto
Guillermo Cabrera Infante

jueves, agosto 21, 2008

El sueño de África [Viajar] (Javier Reverte)

Viajar no es un empeño en busca de lo imaginado, no es la persecución de algo que uno quiere ver, cerrando los ojos a todo lo demás. No es un deporte hecho para los que están seguros de lo que son, qué quieren y adónde van. Una sola pregunta puede justificar un gran viaje y el viaje está hecho para aquellos que no saben muy bien hacia dónde se dirigen ni conocen con exactitud lo que buscan. Está hecho para los que intuyen que encontrar no es lo importante y que cumplir un sueño puede ser, sobre todo, darse de bruces con la aventura. Es cierto que regresamos siempre, pero no debe viajarse con la intención de hacerlo. Viajar tiene algo de nacimiento.
Herman Melville, en el comienzo de Moby Dick, explicaba así la naturaleza de sus motivaciones para viajar: «Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que hay en mi alma un noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me encuentro parándome sin querer delante de las tiendas de ataúdes, y en especial, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que me hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle a quitarle de un golpe el sombrero a los transeúntes, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda».

El sueño de África
Javier Reverte

martes, julio 22, 2008

El entierro prematuro (Edgar Allan Poe)

La dama fue depositada en la cripta familiar, que permaneció cerrada durante los tres años siguientes. Al expirar ese plazo se abrió para recibir un sarcófago, pero, ¡ay, qué terrible choque esperaba al marido cuando abrió personalmente la puerta! Al empujar los portones, sobrecogido por los escalofríos, un objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer con la mortaja puesta.
Una cuidadosa investigación mostró la evidencia de que había revivido a los dos días de ser sepultada, que sus luchas dentro del ataúd habían provocado la caída de éste desde una repisa o nicho al suelo, y al romperse el féretro pudo salir de él. Apareció vacía una lámpara que accidentalmente se había dejado llena de aceite, dentro de la tumba; puede, no obstante, haberse consumido por evaporación. En los peldaños superiores de la escalera que descendía a la espantosa cripta había un trozo del ataúd, con el cual, al parecer, la mujer había intentado llamar la atención golpeando la puerta de hierro. Mientras hacía esto, probablemente se desmayó o quizás murió de puro terror, y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de hierro que sobresalía hacia dentro. Allí quedó y así se pudrió, erguida.

El entierro prematuro
Edgar Allan Poe

París rebelde (Ignacio Ramonet y Ramón Chao)

Llegamos al Tabou, una sala de jazz minúscula, imprescindible en el París que se recomponía después de la Segunda Guerra Mundial. Animaban la sala los acordes, las melodías de Alain y Boris Vian con su orquesta.
Boris el rebelde, que cruzó la vida como un meteoro, tocaba la trompeta de bolsillo a la que llamaba “trompineta”. Por allí pasaba Juliette Gréco, encarnación del existencialismo, así como la juventud inquieta del momento.
Vian llevaba una vida de pordiosero. “¡Ah! Si tuviera franco y medio”, cantaba para resumir su situación. Y encima tuvo que dejar de soplar por fallo en los pulmones. Abandona el Tabou y promueve el club Saint-Germain-des-Pres con Duke Ellington, Charlie Parker, Miles Davis y otros americanos.
Metomentodo genial, Vian mereció numerosos ataques, y no sólo por parte de los defensores del orden establecido, sino también de la izquierda razonable: molestaba a la República de los partidos, de las letras y de las artes.

París rebelde
Ignacio Ramonet y Ramón Chao

El largo camino hacia Los olvidados (Agustín Sánchez-Vidal)

Pocas de sus películas habrán sido tan cuidadosamente planificadas por Buñuel en todas sus fases como Los olvidados. Aprovechando el tiempo de inactividad forzosa a que se había visto obligado por el fracaso de Gran Casino, el realizador se dedicó durante varios meses a recorrer los barrios más pobres de la ciudad de México, en algunas ocasiones con el guionista Luis Alcoriza, y en otras con su escenógrafo, el canadiense Edward Fitzgerald. Las fotos que hizo, y que se conservan en su archivo, demuestran que no pocos detalles pasaron directamente a la película, como el ciego provisto de una batería de instrumentos que le permitían convertirse en hombre-orquesta.
Consultó los ficheros del Tribunal para Menores y habló con los siquiatras que atendían a los delincuentes juveniles, como atestiguaba en los agradecimientos correspondientes de los créditos al principio de la película. De estas fichas obtuvo muchos detalles para la trama y los perfiles de sus personajes. Según Buñuel, en otras ocasiones fueron las noticias de la prensa las que le proporcionaron esa base documental, como el cadáver de un niño en un basurero, que utilizó para el final, combinándolo con el detalle del cadáver dentro de un saco, que tomó de la ópera Tosca.

El largo camino hacia Los olvidados, de Agustín Sánchez-Vidal
Extraído de Los olvidados. Una película de Luis Buñuel

Coños (Juan Manuel de Prada) [El coño de la coronela]

El coronel de mi regimiento vive en el cuartel con su esposa, una mujer madura, con esa madurez anterior a la menopausia tan proclive a las aventuras extraconyugales y al flirteo con los cabos furrieles. La coronela, la llamamos, con una mezcla de veneración y sano pitorreo. A la coronela le gusta pasearse por el patio de armas y pegar gritos a los reclutas, para que se enteren de quién manda aquí. Con la connivencia de los sargentos, manda cuadrarse a las compañías y les pasa revista, eligiendo al soldado más apuesto. Su marido se finge al margen, pero los cuernos ya le golpean en los dinteles de las puertas, y tiene que agacharse para pasar. La coronela muestra siempre unos escotes pronunciadísimos, de una carne sazonada por el vicio, que a los reclutas les gusta mordisquear, porque sabe mejor y es más nutritiva que la carne de las novias que se dejaron en el pueblo, novias pavisosas y palurdas que no admiten punto de comparación con la coronela. Ser elegido por la coronela para un escarceo significa, para el prestigio de un soldado, mucho más que un informe de buena conducta; ser elegido para una relación adúltera con visos de perdurabilidad, mucho más que un ascenso. Yo, que soy el corneta del regimiento, me incluyo en esta última categoría de afortunados.

El coño de la coronela, de Coños
Juan Manuel de Prada

Los estados carenciales (Ángela Vallvey) [Rutinas conyugales]

¿Has visto qué escote trae hoy Irma? [...] Si yo estuviera en condiciones de desmadrarme, la invitarla a mi casa y le mostraría mi manual de supervivencia casero. [...] Ya sabes... [...] Mis habitus. Las costumbres son más poderosas que la pasión, por si no te habías percatado. Y yo tengo una vida ordenada, de clase media. Eso a las mujeres les parece atractivo, les da sensación de seguridad. Llevaría a Irma a mi casa y le enseñaría mi torso bronceado con rayos UVA. Mi viejo bidé. Y mi sexo anhelante de rutinas conyugales. Pero como es tan grande, mi sexo, quiero decir... pues seguro que ella ni siquiera lo vería. Me refiero a mi pene. A mi ex mujer siempre le ocurría eso, nunca conseguía fijarse en mi pene. Decía que era demasiado contundente como para que una mujer se detuviera a examinarlo con detenimiento. [...] Sin embargo, yo podría enseñarle a Irma cosas nuevas, entre ellas mi pene, que estoy convencido de que nunca ha visto. Seguro que mis manías domésticas son acontecimientos para alguien como ella.

Los estados carenciales
Ángela Vallvey

Agatha Christie (Problema en Pollensa) [Mr. Parker Pyne, ese hombre]

Vaya, ¿pues no estoy viendo a Parker Pyne, al mismísimo Parker Pyne? ¡Y Adela Chester! ¿Se conocen ustedes? ¿Ah, sí? ¿Están ustedes en el mismo hotel? Adela, es único, un verdadero mago, la maravilla del siglo. Todos los problemas resueltos en cinco minutos. Pero ¿lo sabías? ¡Tienes que haber oído hablar de él! ¿No has leído los anuncios? «¿Tiene usted algún problema? Consulte a míster Parker Pyne.» Para él no hay nada imposible. Maridos y mujeres que se tiran de los pelos y él los reconcilia... Si has perdido el interés por la vida, te proporcionará las aventuras más emocionantes. Como te digo, es un mago.

Problema en Pollensa
Agatha Christie

La soledad de las vocales (José María Pérez Álvarez)

Recuerdo a la última mujer que aceptó subir conmigo a la habitación nº 9 de la pensión Lausana, yo estaba en un parque con una botella de vino hojeando la montaña mágica que me había prestado el de la 6, no tenía para mí mucho interés aquella historia de enfermos, los libros siempre hablan de cosas que no ocurren, de negros que miden 1,99 como en la novela del escritor, los libros mienten igual que mienten las películas que veo cuando entro solo en los cines después de esperar en vano a mujeres que nunca acuden a las citas y que también mienten como las películas, como los libros.

La soledad de las vocales
José María Pérez Álvarez

A cien millas de Manhattan (Guillermo Fesser)

Nico me dice que si podemos comprar un futbolín. ¿Y eso? Los de la casa de enfrente acaban de sacar uno al jardín con un letrero de se vende. No son los únicos. Varios vecinos de la calle Parsonage han aprovechado el aluvión de gente que se dirige a ver los coches de feria para mostrar sus rastrillos. Son las ventas de garaje. Yo creo que si se fletaran varios cargueros con destino al Caribe para llevar todo lo que la gente de Rhinebeck nunca utiliza y acumula en sus trasteros, Cuba se pondría al día de la noche a la mañana. La venta callejera se debe básicamente a dos fenómenos. Por un lado, me temo, de vez en cuando al personal le dan arrebatos de limpieza y deciden deshacerse de los mochos. A todo le ponen precio, aunque, por el viejo procedimiento del regateo, te lo regalan prácticamente con tal de que te lo lleves. De hecho, en algunas ocasiones les colocan directamente el cartelito de FREE, gratuito, para que desaparezca rápidamente. Lo cual no quiere decir que de vez en cuando algún listo intente aprovecharse del sistema.

A cien millas de Manhattan
Guillermo Fesser

Los estados carenciales (Ángela Vallvey)

Tú haces. Eres un hombre de acción, no de abstracción. (Qué le vamos a hacer.)
Sabes pintar, no cabe duda, aunque no sabrías definir lo que haces, ni cómo lo haces o por qué.
Sabes hablar, y en ocasiones, cuando te paras a oírte un instante, te preguntas divertido quién estará hablando por ti desde dentro de ti.
Te gusta caminar, no trazar posibles caminos por los que sabes que quizás nunca vayas a andar.
Tampoco te preocupa mucho el asunto de la felicidad, al que todo el mundo parece darle vueltas y más vueltas hoy en día. Estás harto de obligaciones. Jamás te han gustado las imposiciones de ningún tipo, y eso de sentirte apremiado a ser dichoso te parece el colmo de la perversión social. Un puro fraude colectivo. La gran bufonada terrorista de Occidente. Fin del individuo. Vaya fórmula más tonta para mantener a la gente entretenida y preocupada, eternamente insatisfecha.
Uno es feliz cuando no sabe que es feliz, y qué más da. Cuando no se pregunta sin cesar si lo es o si deja de serlo. A ti, que te dejen vagar, que te dejen pintar, que te dejen viajar, que te dejen sufrir y gozar a gusto. Que quieres vivir, en suma, ¿verdad, Ulises? Que lo tuyo se trata de eso, simplemente. Sólo de eso.

Los estados carenciales
Ángela Vallvey

Las inquietudes de Shanti Andía (Pío Baroja) [Una fiesta]

Así estuvieron repitiendo canción y estribillo hasta medianoche. Después se cantaron otros muchos zortzicos y luego vino un muchacho con un acordeón, que trenzaba, sin parar, la música más heterogénea; un vals se convertía en una habanera, y ésta aparecía al final con las notas de La Marsellesa o de un himno cualquiera.
Yo, en el estado de pesadez en que me encontraba, entre los vapores del alcohol y el humo del tabaco, perseguía estas melodías atropelladas, monstruosas, que salían de la filarmónica y que iban cambiando a cada instante.
A veces decía:
-Bueno, señores, me voy -y me levantaba para marcharme.
-No, no -decían todos.
-No te vayas, Shanti -gritaba un viejo.
-Tengo que marcharme.
-¡Fuera! ¡Fuera! ¡Ese patrón al agua! ¡No te vayas, Shanti! -gritaban los demás.
Cuando ya no podíamos con nuestra alma, abandonamos el Guezurrechape y nos fuimos a casa. Llovía, el muelle estaba cenagoso; yo me equivoqué y en vez de ir hacia casa fui al rompeolas. Gracias al sereno, que me encontró y me acompañó hasta casa, pude encontrarme al amanecer en mi cuarto.

Las inquietudes de Shanti Andía
Pío Baroja

El sueño de África [El sueño de África] (Javier Reverte)

Mis lecturas y mis ensoñaciones infantiles, como le sucedía a Joseph Conrad, se dirigían sin remedio a África y, en el alba de mis cincuenta años, pensaba que al fin debía ir allí. No quedan, por supuesto, grandes espacios en blanco en el mapa del continente, pero el corazón de África sigue conservando su aura mítica, o al menos la conservaba en ese momento para mí. De modo que, sin un director excéntrico que financiara mi viaje, debía poner todo el empeño en ir, de la misma manera que otros hombres lo ponen en lograr que su cuenta corriente se engrose con una cifra respetable de millones. Creo que la única obligación que tiene el hombre en esta tierra es realizar sus sueños. Y el mío, en esos momentos, estaba en el corazón de África.

El sueño de África
Javier Reverte

Defensa de la nación española contra la Carta Persiana LXXVIII de Montesquieu (José Cadalso)

Esta península llamada España es la parte más meridional de Europa. Está dividida de África por un corto, estrecho, y de Francia por unos montes muy altos llamados Pirineos. Todos sus demás lados están bañados por el mar. Esta feliz situación la hace abundante de todo cuanto puede apetecerse, no sólo para el sustento, sino es también para el regalo del hombre y aun para su lujo, pues tiene piedras exquisitas, metales preciosos, a más de los varios géneros de granos, vinos y aceites, sedas, lanas, aguas minerales, frutas de todas especies y ganado de excelentes calidades.

Defensa de la nación española contra la Carta Persiana LXXVIII de Montesquieu
José Cadalso

Viajes con Heródoto (Ryszard Kapuscinski) [El festival]

La ciudad vive con el festival. Exposiciones, conferencias, conciertos, representaciones teatrales. Están todos: el África oriental y occidental, central y del sur; Brasil y Colombia, el Caribe entero con Jamaica y Puerto Rico a la cabeza, Alabama y Georgia, las islas del Atlántico y del Índico.
Las calles y plazas se han convertido en escenarios de montajes teatrales. El teatro africano no es tan rigorista como el europeo. En cualquier lugar puede reunirse un grupo de personas e interpretar una obra inventada ad hoc en el acto. No hay texto, todo es producto del instante, del estado de ánimo y la desbordante imaginación del momento. […]
Algunas veces veo que los actores interrumpen los diálogos para empezar una suerte de danza ritual, momento en que todo el público se une a ellos. En ocasiones se trata de una danza animada y alegre, pero, en otras, todo lo contrario, los bailarines se sumen en un gran estado de concentración y gravedad; la participación en el ritmo común es para ellos una vivencia profunda, algo serio e importante. Pero luego la danza termina, los actores vuelven a sus diálogos y los espectadores, sumidos hasta hace un momento en un trance místico, de nuevo ríen, exultantes de alegría.

Viajes con Heródoto
Ryszard Kapuscinski

El sueño de África [África] (Javier Reverte)

África tiene un aura especial y la tersura de un sueño infantil. África es también literaria, quizás el más literario de todos los continentes. Desde luego ha sido el sueño tangible de muchos hombres durante muchos siglos y su halo de ensoñación sigue sin apagarse.
África fue siempre un mito y, en cierta medida, continúa siéndolo. El carácter del mito ha cambiado a lo largo de los siglos, pero su leyenda prosigue.

El sueño de África
Javier Reverte

El diario de Bridget Jones (Helen Fielding)

El vagón de fumadores resultó ser una Espantosa Pocilga donde los fumadores estaban amontonados, deprimidos y en actitud desafiante. Me doy cuenta de que ya no es posible que los fumadores vivan con dignidad y se ven forzados a esconderse en las pocilgas más repugnantes de la existencia. No me habría sorprendido lo más mínimo si el vagón hubiese sido misteriosamente cambiado de vía hacia una vía muerta y nunca más hubiese vuelto a ser visto. Quizá las compañías privadas de trenes empezarán a preparar Trenes de Fumadores y los ciudadanos les amenazarán con el puño y les tirarán piedras a su paso, aterrando a sus hijos con historias de que en esos vagones viajan monstruos que respiran fuego.

El diario de Bridget Jones
Helen Fielding

Viajes de Ali Bey (Domingo Badía “Ali Bey”) [Mogador (Esaouira)]

Nos pusimos en marcha a las diez y media de la mañana, caminando al OSO (Oeste Sur Oeste); una hora después salimos del bosque, comenzamos a andar entre muchas colinas de arena movediza y sobre la misma, y poco después de mediodía llegué a Suerao Mogador, término de mi viaje. […]
La ciudad de Suera, que en los mapas se halla con el nombre de Mogador, fue fundada por el sultán Sidi Mohamed, padre del sultán actual. Su forma es regular. Sus edificios bastante elevados presentan buen aspecto para una ciudad africana; el gran mercado es hermoso y rodeado de arcos; las calles a cordel, aunque estrechas. Cercan a la ciudad murallas, y por la parte de tierra la defienden algunas piezas de cañón contra las correrías de los árabes.[…] Pese a dichas fortificaciones la ciudad de Suera no podría sostenerse contra un ataque algo obstinado, pues no tiene más agua que la del río, el cual se halla distante más de media milla. La morada de Suera es bastante triste. La ciudad está cercada de un desierto de arena volante, por donde no se puede pasear; en su recinto no hay jardines, y sólo a media legua se encuentran montañas cubiertas de bosques de argán y de hermosa vegetación.
Residen en Suera vicecónsules y negociantes de diversas naciones de Europa, que forman una especie de colonia, acrecentada también por los negociantes judíos del país.

Viajes de Ali Bey
Domingo Badía “Ali Bey”

Viajes con Heródoto (Ryszard Kapuscinski)

En el mundo de Heródoto, en el cual coexisten muchas culturas y civilizaciones, observamos todo un abanico de relaciones entre ellas. Están los casos de aquellas que se hallan en permanente conflicto con otras, pero, al mismo tiempo, también están las que mantienen con otras relaciones de intercambio y de préstamos recíprocos, enriqueciéndose mutuamente. Es más: hay civilizaciones que, después de haber combatido a muerte, hoy colaboran para mañana, tal vez, volver a estar en pie de guerra. En una palabra, para Heródoto la multiculturalidad del mundo es un tejido vivo, palpitante, en que nada está dado y definido de una vez para siempre sino que no cesa de transformarse, de cambiar, de crear nuevas relaciones y nuevos contextos.

Viajes con Heródoto
Ryszard Kapuscinski

Celestino antes del alba (Reinaldo Arenas)

Dos nubes muy grandes chocaron una con la otra y se hicieron añicos.
Los pedazos cayeron sobre mi casa y la tiraron al suelo. Nunca pensé que los pedazos de nubes fueran tan pesados y grandes. Cortan como si tuvieran filos y uno de ellos se llevó en claro la cabeza de mi abuelo. Mis primos andaban por el río y se pudieron salvar. A mi abuela no hay dios que la encuentre, y al parecer las nubes la hicieron añicos y las hormigas se llevaron los pedazos. Yo echo a correr desde el sao hasta la casa, sepultada por el nuberío, y al llegar sólo puedo ver un brazo de mi madre y un brazo de Celestino. El brazo de mi madre se mueve algo entre los escombros y los tiznes. (Porque en esta casa el humo del fogón no tiene por donde salir, pues solamente hay una ventana en el comedor y por eso toda la casa estaba siempre tan negra como el fondo de un caldero.)
-¡Sácame, que ya me ahogo! -me dice la voz de mi madre, y su brazo se agita y da saltos y más saltos.
A Celestino no lo oigo decir ni media palabra. Su brazo, que casi no sobresale entre el tiznero y los palos, está muy quieto y su mano casi parece acariciar las vigas y las pencas de yarey negro que lo van asfixiando.
-¡Sácame! ¡Coño!, ¡que soy tu madre!
-Voy ahora mismo. ¡Voy ahora mismo!
Y, sonriente, me acerco hasta donde se encuentra la mano tranquila y fría de Celestino, y empiezo a levantarle los escombros de encima. Hasta que ya, casi oscureciendo, logro rescatarlo.
La tormenta de nubes se ha calmado un poco, y un aguacero muy fino lo va poniendo todo de un color casi transparente y blanquísimo. De entre esa neblina de agua que casi no llega a caer, veo a mi madre que se me acerca con una garrocha entre las manos.
Los abujes me han picado en toda la espalda, pero yo no sentí cuando me picaron. Estaba tan embelesado. Mi madre pasa por encima del mayal sin cuidarse de las espinas, y luego alza el vuelo.

Celestino antes del alba
Reinaldo Arenas

lunes, junio 23, 2008

El canto del gallo (Santiago Auserón)

El jaleo de los días de feria
ya se oía a un kilómetro del pueblo
y un extraño acento en el hablar
de los que halló por el camino.

Un coro de muchachas y una vieja
levantándose las faldas al bailar
y un jovencito de broma peligrosa
haciendo gala del orgullo local.

De los que dan dinero por la noche
para que nunca termine su canción
para que sude el músico ambulante
su condición de vagabundo.

Es ya la hora del aperitivo
y todavía no funciona el tiovivo
el músico buscó la acera en sombra
y la ventana donde olía a flor.

Tenga esta rosa blanca, señorita
a cambio de su negro pensamiento
¿por qué motivo temblaron sus labios?
¿vio en sus ojos el fondo de un volcán?.

Y mientras tanto corría la sangre
en la plaza, como un vino común
y las plumas de los gallos
por el aire volaban aún.

Quítese usted de en medio, forastero
que ya no quedan señoritas en el bar
ya cantó como el gallo de pasión
pero esta es mi canción
y el baile va a empezar.

El músico ambulante se agarró del vaso
y sintió que flotaba en la luz artificial
apuró el trago de madrugada
un borracho imitaba el canto del gallo.

Se deslizó por una callejuela
antes de que empezase a clarear
y al pasar por la ventana enrejada
suavecito empezó a silbar.

Pero nadie conocía la tonada
que era inventada para la ocasión
y se fue por el camino a contemplar
los desvelos de las últimas sombras.

Y caminando iba pensando que ganar
siempre es tentar a la otra cara de la suerte
y que por eso te hacen daño los huesos
cuando golpeas fuerte.

Y así se fue chasqueando los dientes
en memoria de algún actor
cuyo nombre se ha perdido
y que hacía de bandido

y sintió la alegría del olvido
y al andar descubrió la maravilla
del sonido de sus propios pasos
en la gravilla.

El canto del gallo
Santiago Auserón

La colmena (Camilo José Cela) [Los bancos de la calle]

Los bancos callejeros son corno una antología de todos los sinsabores y de casi todas las dichas: el viejo que descansa su asma, el cura que lee su breviario, el mendigo que se despioja, el albañil que almuerza mano a mano con su mujer, el tísico que se fatiga, el loco de enormes ojos soñadores, el músico callejero que apoya su cornetín sobre las rodillas, cada uno con su pequeñito o su grande afán, van dejando sobre las tablas del banco ese aroma cansado de las carnes que no llegan a entender del todo el misterio de la circulación de la sangre. Y la muchacha que reposa las consecuencias de aquel hondo quejido, y la señora que lee un largo novelón de amor, y la pequeña mecanógrafa que devora su bocadillo de butifarra y pan de tercera, y la cancerosa que aguanta su dolor, y la tonta de la boca entreabierta y dulce babita colgando, y la vendedora de baratijas que apoya la bandeja sobre el regazo, y la niña que lo que más le gusta es ver cómo mean los hombres...

La colmena
Camilo José Cela

Las vocaciones (Charles Baudelaire) [Músico Callejero]

Ya sabéis que yo en casa no suelo divertirme; al teatro nunca me llevan; mi tutor es avaro en demasía; Dios no se ocupa de mí ni de mi aburrimiento, y no tengo criada guapa que me duerma. Muchas veces he creído que encontraría gusto en andar siempre adelante, en línea recta, sin saber adónde, sin que a nadie le cause inquietud, y en ver siempre nuevos países. Nunca estoy bien en ninguna parte, y siempre creo que estaría mejor en otra parte que no allí donde estoy. Pues, bueno; en la última feria del pueblo vecino, vi tres hombres que viven como yo querría vivir. Vosotros no reparasteis en ellos. Eran altos, casi negros y muy altivos, aunque harapientos, con trazas de no necesitar de nadie. Sus ojazos sombríos se volvieron todo brillantez mientras tocaban música, una música tan sorprendente que da gana ya de bailar, ya de llorar o de las dos cosas al mismo tiempo; se volvería uno como loco si lo escuchara mucho rato. Uno, arrastrando el arco sobre el violín, parecía cantar una pena, y otro, haciendo saltar el martillito sobre las cuerdas de un piano corto colgado a su cuello de una correa, parecía burlarse del lamento de su vecino, en tanto que el tercero juntaba de vez en cuando los platillos con violencia extraordinaria. Tan contentos estaban de sí mismos, que siguieron tocando su música de salvajes aun después que se hubo dispersado la muchedumbre. Recogieron, por último, sus cuartos, se echaron los bártulos a la espalda y se fueron. Yo, por saber dónde vivían, los seguí de lejos hasta el lindero del bosque; sólo allí llegué a comprender que no vivían en ninguna parte.

Las vocaciones
Charles Baudelaire

Hombrecitos (Louisa May Alcott) [Músico Callejero]

Querida Jo: He aquí un caso de conciencia para ti. Este pobre niño se encuentra huérfano, enfermo y sin familia. Ha sido músico callejero; lo encontré en una cueva, llorando por su padre muerto y por su violín perdido. Creo que tiene corazón de artista y deseo que hagamos de él un hombrecito. Tú cuidarás de su fatigado cuerpo, Fritz cultivará su abandonada inteligencia, y, cuando llegue el momento, yo veré si se trata de un genio o de un artista mediocre, apto sólo para ganarse el pan. Ayúdame con tu maternal solicitud, a que hagamos la prueba.

Hombrecitos
Louisa May Alcott

El amante bilingüe (Juan Marsé) [Músico callejero II]

Dice que una mañana, después de levantarse de la cama, en Walden 7, se miraba en el espejo del cuarto de baño, y que el espejo lo atrapó. Eso dice él. Que no podía escapar de allí, del espejo, por más que intentara mover las piernas: como si las tuviera atornillás al piso, oiga. Y dice que estuvo allí mirándose dos horas y media, y que después se vistió con ropas viejas y se puso un par de zapatos destrozados, se compró un acordeón de segunda mano y fue a sentarse en las escaleras del metro, extendió ante él una hoja de periódico y se puso a tocar. Así fue como empezó. ¿Uzté lo entiende? Menda tampoco.

El amante bilingüe
Juan Marsé

Turistas del ideal (Ignacio Vidal-Folch) [Músico Callejero]

... Cuando yo, que me tomo la vida en serio y escribo como los ángeles, duerma bajo tierra y nadie lea mis libros, el músico atorrante, que es joven, seguirá zascandileando por el mundo, riendo, cantando y haciendo cabriolas sobre los escenarios. Quizá se acordará de mí cuando tenga que dar un concierto en Lisboa, al pasear por un parque donde me habrán levantado un monumento. Reconocerá mi rostro y mis lentes de piedra; verá, a los pies de mi efigie, a una vestal de undosa cabellera tendiéndome una corona de laurel, una corona de piedra. Grabadas en el pedestal, verá mi nombre y las fechas de mi nacimiento y de mi muerte. El musicante se recogerá un momento y luego solemnemente dirá: «Yo lo conocí. Era un pelmazo.» Y luego, algún día, también él desaparecerá como si hubiera sido un espejismo...

Turistas del ideal
Ignacio Vidal-Folch

El amante bilingüe (Juan Marsé) [Músico callejero]

Luciendo su cochambre singular y artificiosa —vestía harapos de pordiosero escrupulosamente limpios y escogidos: pantalón raído de franela gris, jersey deshilachado, americana zurcida, bufanda desgarrada y viejos zapatones sin cordones: un músico ambulante aparentemente desastrado y piojoso—, Marés estaba arrodillado sobre una hoja de periódico en la esquina de la plaza Sant Jaume con la calle Ferran, junto al escaparate de una perfumería repleto de frascos de colonia, dentífricos y pastillas de jabón. Ahora escudaba sus ojos tras unas gafas oscuras y regalaba los oídos de los viandantes con una esmerada versión de Suspiros de España trufada de acordes y florituras de dudoso gusto. Entre sus piernas brillaban seis monedas de cincuenta y cuatro de cien. Pasaron ante él cinco jóvenes melenudos portando estuches de violines y guitarras. De vez en cuando abandonaba la plaza un coche oficial en medio de un gran revuelo de municipales.
Iban a dar las dos de la tarde. De la Generalitat salían algunos funcionarios para ir a comer. Hoy no encuentro a mi público, se dijo Marés. Vio salir del ayuntamiento a una funcionaría impetuosa y parlanchína que parecía un hombre disfrazado de mujer de la limpieza. Marés se impacientó. De un momento a otro, Norma Valentí pasaría ante él camino del cercano restaurante L'Agout d'Avignon en compañía de Valls Verdú, después de recogerle en su despacho de la Conselleria. [...] De pronto vio a la pareja salir de la Generalitat y venir hacia él dispuesta a enfilar la calle Ferran. Y pensando una vez más en los gustos de ella, que siempre veneró la música del mestre, interrumpió el pasodoble y se arrancó con el Cant dels ocells, al tiempo que le daba la vuelta al cartón colgado en su pecho proclamándose nuevamente hijo natural de Pau Casals en busca de una oportunidad. Al pasar ante él, Norma Valentí hurgó en su bolso, sin detenerse. Llevaba una falda gris plisada, jersey negro y la gabardina blanca doblada al brazo. Su acompañante sonrió burlonamente al leer el cartel, tarareó entre dientes la consagrada melodía y arrojó un puñado de calderilla sobre la hoja de periódico. «I menys conya, tu!», dijo al pasar. Norma se disponía también a arrojarle una moneda y el sociolingüista intentó evitarlo, pero no llegó a tiempo, la moneda ya volaba en el aire y el acordeonista abrió la boca y la pilló con los dientes. Veinte duros que sabían a gloria, la gloria de sus manos... Lo mismo que otras veces, ella apenas le dedicó una mirada y se alejó sin reconocerle, sin sospechar que ese pobre artista callejero parapetado tras una costra de miseria, hundido en el fango de la vida, en el gueto del olvido, era su ex marido.

El amante bilingüe
Juan Marsé