En un Burgos salmantino de tedio y plateresco, en una Salamanca burgalesa de plata fría, Francisco Franco Bahamonde, dictador de mesa camilla, merienda chocolate con soconusco y firma sentencias de muerte. Es la suya una juventud no recastada por los estíos africanos ni las noches legionarias, pese a la leyenda, sino una juventud que se va hundiendo, como una flor en un pantano, en la molicie blanca de una bondadosidad prematura y grasa, como si la raíz viril del militar que está ganando una guerra se anegase de paz sangrienta, halago de cuartel y chocolate de monja. La voz, cuando da alguna orden, tiene temblores de lejanía hipócrita y suena a metal falso, delgado y hembra. El Generalísimo, menos Caudillo que nunca a esa hora de la merienda solitaria, en tertulia con sus muertos, con el expediente y la historia de cada hombre que va a matar o encarcelar, mantiene la boina roja y requeté en la cabeza, con algo de gorro de dormir, sin la bizarría de tal tocado, y de vez en cuando se aplica un pico de servilleta al bigote recortado, epocal y negro, mientras lee plácidos memoriales rojos de burocracia cuartelera y ratimago violento. Un ángel galaico y un ángel judío se cruzan en su alma de ojos oscuros mientras las manos priorales mojan el bizcocho, acarician el bigote o escriben al margen de algunos de los historiales: «Garrote y Prensa». O sea, castigo y publicidad ejemplar (ejemplar para ambos bandos, que todo se sabe de un lado a otro de las trincheras). Casi hay que condenar más porque el enemigo le respete a uno que por gusto de castigar. Eso sí lo sabe él de su adolescencia legionaria.
Leyenda del César visionario
Francisco Umbral
Leyenda del César visionario
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