Las chicas —de piel morena y brillante, con la nariz chata de los beréberes y preciosos ojos profundos y oscuros— ya estaban en el escenario. Llevaban vestidos de algodón que recordaban lejanamente a los de las niñeras negras del Sur; bajo aquellas ropas sus cuerpos se retorcían en un lento contoneo que culminaba en la danza del vientre, con cadenas de plata que se agitaban enloquecidamente y sartas de monedas de oro de ley tintineando en sus cuellos y brazos. El flautista era también humorista: bailaba, parodiando a las chicas. El que tocaba el tambor, envuelto en piel de cabra como un hechicero, era un auténtico negro de Sudán.
A través del humo de los cigarrillos las chicas bailaban, giraban moviendo los dedos como si tocaran un piano invisible, y la danza parecía fácil, pero, cuando pasaba un rato, resultaba evidente que exigía un extraordinario esfuerzo antes de desembocar en unos pasos lánguidos y sencillos, pero igualmente precisos: era la preparación para la salvaje sensualidad con que remataban la danza.
Un viaje al extranjero
Francis Scott Fitzgerald
A través del humo de los cigarrillos las chicas bailaban, giraban moviendo los dedos como si tocaran un piano invisible, y la danza parecía fácil, pero, cuando pasaba un rato, resultaba evidente que exigía un extraordinario esfuerzo antes de desembocar en unos pasos lánguidos y sencillos, pero igualmente precisos: era la preparación para la salvaje sensualidad con que remataban la danza.
Un viaje al extranjero
Francis Scott Fitzgerald
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