El Rey calló de pronto, el puro en ristre y ojo avizor. Se quedó inmóvil durante unos segundos y de pronto volvió la cabeza hacia una alta y estrecha verja de madera que aislaba de la calle varios jardines y otros espacios. Del lado opuesto de la verja llegaban ruidos inusitados, como de forcejeos o arañazos pugnando por romper aquella celda de madera. El Rey tiró su puro y trepó a la mesa. Desde allí alcanzó a ver un par de manos que intentaban desesperadas agarrarse al extremo superior de la verja. Las manos, en un esfuerzo convulsivo, se estremecieron, y por en medio de ellas apareció una cabeza, la de un miembro de la Junta de Bayswater Town, los ojos y los bigotes despavoridos. Dio un último impulso y cayó de bruces al otro lado, sin parar de gemir. Al instante siguiente, la estrecha y resistente madera de la verja recibió un impacto como de bala y empezó a sonar cual tambor, y de encima de ella, dándose empellones e imprecando, con las ropas desgarradas, las uñas rotas y las caras ensangrentadas, salieron veinte hombres de un tirón. El Rey pegó un salto. [...] La enorme verja, tambaleante, se venció bajo el peso de los escaladores que la seguían trepando y hundiendo. Esa artillería viviente le había hecho unos boquetes tremendos, a través de los cuales el Rey, como en un sueño, no hacía más que ver caras frenéticas de hombres que huían en estampida, hombres que componían una miscelánea salida de un cubo de desechos humanos. Había de todo: hombres intactos o cortados, magullados y sangrantes; hombres vestidos suntuosamente o con la ropa hecha jirones y semidesnudos; hombres ataviados con las prendas de sus burlescos barrios o con el lóbrego traje moderno. El Rey se fijaba en cada uno de ellos, pero ninguno se fijaba en el Rey.
El Napoleón de Notting Hill
Gilbert Keith Chesterton
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