Fue ese día, siendo aún un chico que gastaba pantalones cortos, cuando Juan Molina decidió que lo suyo habría de ser el tango. No sólo las canciones, que ya las conocía, sino el Tango. Aquel universo hecho para los más hombres. No bastaba con tener buena voz. Ni siquiera con cantar. El tango constituía un modo de confrontar la existencia, una manera de pararse frente a la vida, una forma de vestirse, de hablar, de fumar y hasta de caminar. [...] el tango no era una herencia familiar, sino, por el contrario, una manzana prohibida, un secreto que se escondía en los cafetines, una Biblia que se predicaba en los cabarets, en los tugurios, en las casas de citas. Y tenía un pontífice, un Santo Padre de sonrisa torcida y chambergo de ala corta y ladeada. Pero, por sobre todas la cosas, el tango era la ilusión de encontrar una respuesta al misterio que constituían las mujeres. O al menos eso creía Molina.
Errante en la sombra
Federico Andahazi
Errante en la sombra
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