Lo que ya no le perdoné -a don Aniceto no, a Franco- fue que pasara por el cruce de Sabero sin pararse a saludarnos y, sobre todo, que, a los dos o tres meses de aquello, enviara a los guardias civiles a Olleros para castigarnos.
Fue al comienzo del otoño, apenas un mes después de que se hubiera ido la Orquesta Compostelana. Recuerdo que coincidió con el retorno a la escuela y con un temporal de lluvias que duró varios días y que convirtió la plaza, y el pueblo entero, en un mar de barro. Una noche, de repente, hacia la madrugada, oí ruidos en la plaza. Me desperté. Era extraño. Era la primera vez que oía ruidos tan temprano (a juzgar por la oscuridad, todavía era muy pronto para que los mineros del primer turno volvieran ya del trabajo). Desde la ventana de mi habitación, que daba justo a la plaza, vi a varios guardias civiles que caminaban bajo la lluvia cubiertos con sus capotes y chapoteando en el barro. Eran muchos, casi tantos como el día de Franco. Llevaban metralletas como aquel día y los tricornios les brillaban con la lluvia como si fueran cristales (cristales de luna negra, pensé, como si aún siguiera soñando). Al llegar junto a las escuelas, los guardias se separaron y, mientras unos seguían andando, otros entraron en los portales o se apostaron en las esquinas como si estuvieran esperando a alguien. Fue todo lo que alcancé a ver, la única imagen clara que guardo de aquella noche, como si fuera una cartelera de una película que se borró con el tiempo, pues, de repente, llegó mi madre, cerró las contraventanas y me mandó volver a la cama.
Fue al comienzo del otoño, apenas un mes después de que se hubiera ido la Orquesta Compostelana. Recuerdo que coincidió con el retorno a la escuela y con un temporal de lluvias que duró varios días y que convirtió la plaza, y el pueblo entero, en un mar de barro. Una noche, de repente, hacia la madrugada, oí ruidos en la plaza. Me desperté. Era extraño. Era la primera vez que oía ruidos tan temprano (a juzgar por la oscuridad, todavía era muy pronto para que los mineros del primer turno volvieran ya del trabajo). Desde la ventana de mi habitación, que daba justo a la plaza, vi a varios guardias civiles que caminaban bajo la lluvia cubiertos con sus capotes y chapoteando en el barro. Eran muchos, casi tantos como el día de Franco. Llevaban metralletas como aquel día y los tricornios les brillaban con la lluvia como si fueran cristales (cristales de luna negra, pensé, como si aún siguiera soñando). Al llegar junto a las escuelas, los guardias se separaron y, mientras unos seguían andando, otros entraron en los portales o se apostaron en las esquinas como si estuvieran esperando a alguien. Fue todo lo que alcancé a ver, la única imagen clara que guardo de aquella noche, como si fuera una cartelera de una película que se borró con el tiempo, pues, de repente, llegó mi madre, cerró las contraventanas y me mandó volver a la cama.
El argumento de esa película, la historia que quedó oculta detrás de esa cartelera y de las contraventanas de mi casa, todavía lo recuerdo levemente, sin embargo.
Escenas de cine mudo
Julio Llamazares
Escenas de cine mudo
Julio Llamazares
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