Yo que nunca he sido fácil a las lágrimas, ni siquiera cuando murió mi hermanita o mi bisabuelo o mi bisabuela, a quienes quería tanto, me encerré un día en uno de los baños a llorar de rabia y de celos, olvidándome en mi dolor de amor del hedor. Luego me atacó una fiebre que duró unos días y que no me cabe duda que tenía un origen viral. Pero tumbado en la cama, febril, casi delirando (siempre he sido víctima propicia al delirio y las fiebres solían entonces producirme extraños estados alucinantes que el Dr. De Quincey atribuyó al opio, el humo que hace soñar, alucinaciones en que las manos se me convertían en sólo hueso y la sangre se me hacía arena y sufría pesadillas paregóricas despierto) sentí que alguien se aproximaba lentamente, con cuidado y cuando esperaba a mi madre vi, invertida, la cara todavía amada de Beba. Se acercó más, bajando la cabeza y susurró a mi oído: «Sé por qué estás enfermo. Estás enfermo por mí. Pero quiero que sepas que yo no quiero a nadie más que a ti», dijo sólo eso y se fue.
La Habana para un infante difunto
Guillermo Cabrera Infante
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