He vivido bajo los nazis —dijo Joe—. Sé cómo es. ¿Es sólo charla haber vivido con ellos trece, casi quince años? Conseguí una tarjeta de trabajo de la OT. Trabajé para la Organización Todt desde 1947, en África del Norte y los Estados Unidos. Escucha. —sacudió el índice ante la cara de Juliana—. Yo tenía ese talento de los italianos para trabajar los terrenos; la OT me clasificó entre los mejores. No me dedicaba a palear asfalto y a mezclar cemento para los autobahns. Era ayudante de un ingeniero. Un día el doctor Todt vino a inspeccionar el trabajo de la cuadrilla. "Tiene usted buenas manos", me dijo. Fue un gran momento, Juliana. Te reconocen la dignidad del trabajo, no son sólo palabras. Antes de los nazis todo el mundo despreciaba el trabajo manual, yo también. Todos éramos aristócratas. El Frente de Trabajo puso fin a todo eso. Me vi las manos por primera vez en la vida. —Hablaba ahora muy rápidamente y con tanto acento que a Juliana le costaba trabajo seguirlo—. Todos vivíamos allá en los bosques, en el norte del Estado de Nueva York, como hermanos. Cantábamos canciones. Íbamos a trabajar entonando marchas. Era el espíritu de la guerra, pero para la construcción, no la destrucción. Aquellos fueron los mejores días, la reconstrucción luego de la lucha, hileras de edificios públicos, sólidos, limpios, hermosos; levantábamos otra vez manzana a manzana todo el centro de las ciudades, Nueva York y Baltimore. Ahora, por supuesto, ese trabajo ha quedado atrás. Los grandes monopolios como Krupp and Sohnen de Nueva Jersey son los que mandan. Pero esto no es nazi; es el viejo poder europeo. Y algo peor. Los nazis como Rommel y Todt son hombres millones de veces mejores que los industriales como Krupp y los banqueros, y todos esos prusianos. Tendrían que haber pasado por las cámaras de gas. Todos esos caballeros de etiqueta.
El hombre en el castillo
Philip K. Dick
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