La historia, por hache o por be, siempre se tuerce. Cada vez que me brindan una ocasión, gusto. Tendrías que verlo, Pauli. Me felicitan, me preguntan: Muchacho, ¿dónde has estado escondido hasta ahora? Al final me tienden un contrato para salir de gira con una banda por los pueblos, para tocar en un local de postín o para lo que sea. De puta madre, pienso. Con el primer sueldo le compraré a mi Pauli un anillo con una esmeralda más grande que un puño y luego me la voy a llevar a un restaurante a que se empapuce de langostinos hasta que se le salte la goma de la faja. Eso me gustaría. Hacer feliz a la hembra de uno, hostia, que tampoco es pedir tanto. Pues créeme, ya estoy a punto de poner la firma y ¿qué pasa? Pues que llaman a la puerta. Pom, pom. Aparece el típico holandés que anda de paso por tierras cálidas, o un negro de Casacristo de la Frontera que dice haber grabado una cosita en Blue Note o que le ató un día los cordones de los zapatos a Wynton Marsalis. En fin, qué más da. Al primate le mola el puesto que ya era mío y cogen los cabrones y se lo dan porque tiene la piel negra y los morros como longanizas, porque no habla ni jota de español o porque a los gilipollas como Gómez Molinos se les ha metido en la mollera que todo lo que viene del extranjero vale más. Me estoy haciendo experto en putadas de ese estilo. Otras veces me creo que el chollo lo tengo seguro y a lo mejor me llaman por teléfono para decirme que la pasma ha clausurado el local, que el mánayer se ha largado con la guita o qué sé yo qué. ¿Entiendes por qué a veces me entra el coraje de agarrar una piedra y aplastármela contra la frente? ¡Si es que, joé, ya está bien de mala folla!
El trompetista del Utopía
Fernando Aramburu
El trompetista del Utopía
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