- En América bebemos estimulantes para excitarnos – había comentado yo-. Aquí, en cambio, fuman kif para tranquilizarse.
Fue incapaz de comprender el significado de mis palabras. Como él mismo había sentido una considerable excitación cuando había tenido que perseguir a su desbocada mula, con tal ímpetu que hasta había perdido las zapatillas en el intento, opinaba por propia experiencia que se trataba de un sentimiento miserable, peor incluso que la enfermedad. Traté de explicarle cómo funcionaba el parque de atracciones de Coney Island, donde los visitantes pagaban para que los acuciaran, los hostigaran y les dieran empujones, o para deslizarse por toboganes, rodar en barriles y columpiarse sobre puentes semidestruidos. Achmed sacó la conclusión de que los habitantes de las tierras del Oeste debíamos de estar locos pero, a fin de cuentas, consideraba nuestra locura muy afortunada puesto que éramos inmensamente ricos. Le ofreció la pipa al pequeño sastre, que la tomó con unción para ponerse a fumar entre sorbos de té mientras permanecía sentado contemplando el cielo, a través de la alta puerta, con una somnolienta sonrisa en las comisuras de la boca. Acto seguido, el propio Achmed le dio varias caladas muy profundas y se quedó mirando al vacío con un intenso resplandor azul en los ojos. Por último, me la ofreció a mí. El occidental que comía sopa de letras se tragó el punzante humo con ademán rutinario. ¿Habría suficiente kif en el mundo para asfixiar los deseos vehementes, la sensación de estar viviendo eventos de primera página en cualquier esquina, el tremendo desasosiego provocado por las estaciones de tren al anochecer, la sombría locura de las ciudades, las ruedas con sus trituradores dientes o el infinito despliegue de papel impreso? Para Achmed nada de eso tenía verdadera importancia. La vida consistía en un apacible estado de sumisión en el que el desarrollo de la propia existencia conllevaba a menudo el final de la vida de un semejante.
Orient Express
John Dos Passos
Fue incapaz de comprender el significado de mis palabras. Como él mismo había sentido una considerable excitación cuando había tenido que perseguir a su desbocada mula, con tal ímpetu que hasta había perdido las zapatillas en el intento, opinaba por propia experiencia que se trataba de un sentimiento miserable, peor incluso que la enfermedad. Traté de explicarle cómo funcionaba el parque de atracciones de Coney Island, donde los visitantes pagaban para que los acuciaran, los hostigaran y les dieran empujones, o para deslizarse por toboganes, rodar en barriles y columpiarse sobre puentes semidestruidos. Achmed sacó la conclusión de que los habitantes de las tierras del Oeste debíamos de estar locos pero, a fin de cuentas, consideraba nuestra locura muy afortunada puesto que éramos inmensamente ricos. Le ofreció la pipa al pequeño sastre, que la tomó con unción para ponerse a fumar entre sorbos de té mientras permanecía sentado contemplando el cielo, a través de la alta puerta, con una somnolienta sonrisa en las comisuras de la boca. Acto seguido, el propio Achmed le dio varias caladas muy profundas y se quedó mirando al vacío con un intenso resplandor azul en los ojos. Por último, me la ofreció a mí. El occidental que comía sopa de letras se tragó el punzante humo con ademán rutinario. ¿Habría suficiente kif en el mundo para asfixiar los deseos vehementes, la sensación de estar viviendo eventos de primera página en cualquier esquina, el tremendo desasosiego provocado por las estaciones de tren al anochecer, la sombría locura de las ciudades, las ruedas con sus trituradores dientes o el infinito despliegue de papel impreso? Para Achmed nada de eso tenía verdadera importancia. La vida consistía en un apacible estado de sumisión en el que el desarrollo de la propia existencia conllevaba a menudo el final de la vida de un semejante.
Orient Express
John Dos Passos
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