Me paré a pensar si había descubierto algún placer en aquel país del que no hubiera podido disfrutar en Europa y se me ocurrieron dos. El primero era el “baño”. No quiero decir que no me lave en Europa ni que me resulte desagradable hacerlo, sino que el suave placer de darse un baño antes de cenar, en casa, guarda una diferencia más bien cualitativa con la exquisita, casi embriagadora experiencia de bañarse en los trópicos después de un duro día de viaje. Es una de las sensaciones físicas más vivas que jamás haya tenido: sentarse en una tacuba en medio de la corriente rápida de un arroyo, chapotear con las piernas metidas hasta la rodilla y echarse calabazas y más calabazas de agua fresca sobre la cabeza y los hombros, tumbarse en las pulidas rocas dejando que el agua corra por tu cuerpo, formando remolinos y cayendo en cascada. Incluso escribir sobre ello me hace estremecerme de emoción al recordar las ondulaciones y las salpicaduras del agua, y el olor penetrante del jabón germicida. Era un placer que se rememoraba prácticamente cada día, que se recordaba y deseaba en medio del tórrido calor, la sequedad y la frustración del mediodía.
El otro placer que descubrí curiosamente, o más bien redescubrí, pues recuerdo haber experimentado este mismo deleite de niño, fue la lectura. Desde entonces, había leído muchos libros por numerosas razones: para adquirir información, por la curiosidad de saber de qué trataban, por cortesía debido a que conocía al autor. He ojeado muchos bestsellers para comprobar si su éxito era realmente merecido, y una vez que descubría en qué consistía su interés los dejaba apartados, he leído aceleradamente historias de detectives porque los problemas que plantean generan un ansia por terminarlos, un instinto inexplicable como el que te impulsa a colocar los objetos encima de la repisa de la chimenea cuando estás en casas ajenas para que queden derechos. También he leído libros por trabajo, porque me pagaban por escribir una reseña. Pero hacía diez años que no leía un libro por mero placer.
Noventa y dos días
El otro placer que descubrí curiosamente, o más bien redescubrí, pues recuerdo haber experimentado este mismo deleite de niño, fue la lectura. Desde entonces, había leído muchos libros por numerosas razones: para adquirir información, por la curiosidad de saber de qué trataban, por cortesía debido a que conocía al autor. He ojeado muchos bestsellers para comprobar si su éxito era realmente merecido, y una vez que descubría en qué consistía su interés los dejaba apartados, he leído aceleradamente historias de detectives porque los problemas que plantean generan un ansia por terminarlos, un instinto inexplicable como el que te impulsa a colocar los objetos encima de la repisa de la chimenea cuando estás en casas ajenas para que queden derechos. También he leído libros por trabajo, porque me pagaban por escribir una reseña. Pero hacía diez años que no leía un libro por mero placer.
Noventa y dos días
Evelyn Waugh
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