Durante aquel invierno fui víctima de tremendos remordimientos –sin llegar a comprender en qué consistía mi culpa-. Sentía una amarga vergüenza por la vida, tan vacía, que llevaba, y por no carecer de nada sin que me costase ningún trabajo; pero los que nos rodeaban y las mismas Hermanas de la Caridad daban a entender que, con unas cuantas visitas a los pobres y otras “obras de caridad”, había más que justificado mi situación de privilegio. Incluso me llegaban a insinuar que aquellas personas que yo veía en mis visitas a los patios de vecindad no eran lo mismo que nosotros. Los pobres eran considerados, en nuestro ambiente, como el producto inevitable de algo desconocido, que siempre había existido y continuaría existiendo, y de cuyo estado de cosas nosotros no teníamos la mínima responsabilidad. Pero a mí, en realidad, no me acababa de satisfacer aquellas explicación. La gente que yo conocía en tales visitas no me parecía diferente de los demás, y lo único que las distinguía era su miseria, suciedad e ignorancia. Aquellas viudas tan jóvenes, pensaba yo, seguramente que querrían rehacer sus vidas y tener un poco de seguridad para sus hijos -¡ciertamente aquella anciana no andaría pidiendo limosna si tuviesen trabajo sus hijas y ganasen un salario decente!-, pero, cuando se me ocurría algún comentario o me rebelaba ante lo que, a mi juicio, eran las más palpables injusticias, mis amigas o las Hermanas de la Caridad trataban de consolarme diciéndome:
.- Es que tú tienes un corazón de oro...
.- Es que tú tienes un corazón de oro...
Doble esplendor
Constancia de la Mora
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