Desde el rellano más alto de la firme escalera rosada a la sombra del palacio, Virata administró justicia en nombre del rey, desde la salida a la puesta del Sol. Su mirada clara penetraba en la conciencia del culpable y sus preguntas ahondaban en el delito con la perseverancia de un tejón en la negra madriguera. Severo, pero nunca precipitado, ponía el espacio refrigerante de una noche entre el interrogatorio y el fallo. Oíanle los suyos a menudo, en las largas horas hasta la salida del Sol, andar inquieto en las azoteas, meditando sobre lo justo y lo injusto. Y antes de juzgar metía en el agua las manos y la frente para que su sentencia se purificara del calor de la pasión. Cuando la había formulado, nunca dejaba de preguntar al reo si tal vez había caído en error; pero era raro que alguien le impugnase; mudos, besaban el umbral de su cátedra y aceptaban la pena con la cabeza inclinada, como si saliera de la boca de Dios. Pero la sentencia de Virata nunca era de muerte ni aun para los más culpables, y se guardaba de quienes se lo reprochaban. Porque tenía aversión a la sangre. La fuente redonda de los antepasados de Rajpuna, sobre cuyo borde el verdugo doblaba los cuellos para el golpe mortal, y cuyas piedras se habían oscurecido de la sangre vertida, volvió a quedar blanca bajo la lluvia de los años.
Los ojos del hermano eterno
Stefan Zweig
Los ojos del hermano eterno
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